El mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad.
Albert Einstein.
Prólogo
Tunguska, Siberia Central
23 de febrero de 1945
Vassilli Kovalyov se levantó muy temprano, con las primeras luces del alba, como cada día desde hacía ya muchísimos años. Por delante tenía un duro día de trabajo, como siempre desde que estaba sólo. Su mujer había muerto hacía ya más de diez años, y sus hijos ya no estaban con él. Lejos quedaban los ecos de la maldita guerra, una guerra cuyo frente de batalla estaba a más de 5.000 kilómetros de allí, y en la que le daba igual quién ganara. Lo único que quería es que acabara de una vez para que volviera a casa su hijo Alexei, el único que le quedaba con vida, al menos que él supiera. El mayor, Igor, hacía ya bastantes años que se había ido de allí. Se alistó en el ejército antes de que empezara la guerra, y fue de los primeros en morir en ella. Su regimiento estaba emplazado muy cerca de la frontera con Alemania, en lo que hacía no mucho había sido la parte más oriental de Polonia. Al igual que la gran mayoría de las numerosas tropas que formaban parte de la primera línea de defensa de la Madre Patria, su unidad se encontraba totalmente desprevenida cuando se desató la furia de las tropas de Hitler contra su país. La operación Barbarroja, iniciada la madrugada del 22 de junio de 1941 y con un frente de más de 1.600 kilómetros, cogió por sorpresa a los mandos del ejército rojo a pesar de los innumerables informes de la inteligencia soviética que alertaban de la inminencia de la invasión. En pocos días los alemanes avanzaron cientos de kilómetros apoyados por sus experimentadas tropas blindadas, haciendo gala de un nuevo estilo de guerra relámpago, la blitzkrieg, que ya habían ensayado con éxito en las anteriores invasiones de Polonia y Francia al principio de la guerra. Aquello produjo numerosos embolsamientos de tropas soviéticas, provocando entre ellas grandes bajas: millones de muertos, heridos y prisioneros. Igor fue uno de los primeros en morir, sin apenas tener oportunidad de disparar un solo tiro. Fue un duro golpe para su padre, no tanto ya por la muerte en sí, que por supuesto fue demoledora para él, sino porque aquello provocó el reclutamiento voluntario de sus otros dos hijos, Yevgeny y Alexei. El primero de ellos, Yevgeny, que era el mediano de los tres hijos, murió en Stalingrado en enero de 1943, poco antes de que finalmente las tropas alemanas y sus aliados fueran rodeadas y totalmente aniquiladas por los ejércitos soviéticos. Ese fue el comienzo del fin del Tercer Reich, pero eso le daba igual a Vassili. Para él supuso la muerte del segundo de sus hijos, enviado al frente como si de un matadero se tratase, obligado a combatir sin ni siquiera tener un rifle a la espera de que algún camarada cayera y dejara el suyo libre. El carnicero Stalin ganó la batalla, pero se ganó la enemistad del humilde Vassili, que perdió las pocas esperanzas que tenía en el régimen soviético. De su tercer hijo, Alexei, no sabía nada desde hacía ya más de tres meses; la última carta que recibió de él le situaba en el frente del Vístula, a las puertas del territorio alemán. Estaba integrado en el 85 regimiento de carros pesados del tercer ejército de choque del Coronel General Kutznetsov perteneciente al primer frente bielorruso del Mariscal Zhukov, y formaba parte como suboficial de la tripulación de un carro de combate, un temible Iosif Stalin 2 del que era el artillero, capaz de hacer frente a los mayores y mejores tanques alemanes. Eso le hacía menos vulnerable a los proyectiles enemigos, aunque los combates con los cada vez más escasos panzers alemanes eran más terribles y violentos a medida que se iban acercando a suelo alemán. Pero Vassili ya había aprendido a no pensar en ello, era la única manera de no volverse loco. Se limitaba a hacer su trabajo, eso sí, sin perder la esperanza de volver a ver algún día a su hijo Alexei.
Aquella mañana, después de desayunar y ensillar su caballo, Vassili se dispuso a emprender su camino hacia el interior del bosque en el que estaba trabajando las últimas semanas. Era leñador, un trabajo duro para unos tiempos duros. Se sentía seguro en la espesura de aquel inmenso bosque, ajeno a una guerra que le quedaba tan lejana, y en la que había perdido tanto ya. Sin embargo el destino a veces es caprichoso, y le tenía deparado una última sorpresa más. Acababa de entrar en un pequeño claro del bosque, en el que pudo apreciar los primeros rayos del sol. Era un día claro, sin apenas nubes, lo que ayudaría a que la temperatura fuera algo menos fría. De repente un tremendo estruendo hizo temblar la tierra bajo las patas de su caballo, lo que le hizo caer y darse de bruces contra el suelo. En cuanto se reincorporó miró al cielo y enseguida una tremenda luz blanca se apoderó de todo el lugar, cegándolo por completo. Ya nunca más volvió a ver nada. Una devastación total arrasó todo aquel lugar. Árboles, animales y por supuesto el propio Vassili, dejaron de existir en menos de un segundo.
El destino es caprichoso, sí, o al menos lo fue para el pobre Vassili, que nunca pudo enterarse de cómo su hijo Alexei, apenas dos meses después, se hizo famoso por plantar la bandera soviética en lo más alto del Reichstag Alemán, poniendo fin a la batalla de Berlín y, con ella, a la Segunda Guerra Mundial en Europa unos pocos días después.
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Jerusalén
Año 70 después de Cristo
Las murallas de Jerusalén estaban a punto de ceder, después de meses de asedio por parte de los cerca de 24.000 hombres que conformaban las cuatro legiones romanas de Tito, hijo del recién nombrado emperador Vespasiano. El hambre y las enfermedades se cebaban sobre una población, tanto de civiles como de militares, que acusaban el terrible sitio del que estaban siendo objeto, mientras los romanos, conscientes de ello, impedían la salida de civiles de la ciudad para ejercer una mayor presión y provocar una rendición sin condiciones.
Todo había comenzado hacía ya cuatro años, con la que posteriormente sería conocida como la primera guerra judeo-romana. Habían pasado ya 60 años desde que Judea se había convertido en una provincia del Imperio Romano, lo que sin duda provocó numerosas tensiones religiosas además del perjuicio económico que las gentes de Judea sufrían en forma de una doble carga impositiva. Ello provocó la aparición de un movimiento revolucionario proclive a la expulsión de los romanos, los zelotes, con Judas el Galileo como cabecilla. Pero curiosamente la mecha que prendió la revuelta tuvo como protagonista a la población griega de la ciudad. Éstos provocaron un linchamiento público en un barrio judío, ante la pasividad y connivencia de la autoridad romana. Ello, unido a un supuesto robo de parte del Tesoro del Templo, provocó que Eleazar ben Ananías, el hijo del Sumo Sacerdote del Templo, cesara los rezos y sacrificios en honor al emperador romano y mandara atacar por sorpresa a la guarnición romana de la ciudad, que poco pudo hacer para defenderse. Pronto los romanos intentaron poner orden mandando tropas desde la ciudad de Acre, pero fueron repelidas y obligadas a retirarse, dejando atrás a más de 6.000 muertos. Ahora, con las legiones Macedónica, Fulminata y Apollinaris rodeando la ciudad por el lado occidental, y la Fretensis por el oriental, era cuestión de días que la ciudad cayera y tuviera que hacer frente a la ira romana. Todo estaba perdido, por tanto, así que no había tiempo que perder; el Tesoro del Templo debía ponerse a salvo a toda costa para evitar que cayera en manos romanas. Se trataba de una tarea muy complicada, dado que el asedio romano impedía cualquier salida de la ciudad. Sin embargo de lo que los romanos no eran conscientes era de la existencia de una red de túneles que atravesaban Jerusalén de lado a lado, y en concreto de uno de ellos que aprovechaba el cauce subterráneo de un manantial de agua que surtía a la ciudad. Era de vital importancia que dicho manantial siguiera siendo desconocido por los romanos, puesto que de lo contrario podrían cortar el vital suministro de agua dulce del que dependía la ciudad entera. Por ello la misión del traslado del tesoro, iniciada hacía ya varias semanas, fue encomendada a un pequeño grupo de la facción de élite de los zelotes, los sicarios. Famosos y temidos por su especial virulencia, en esta ocasión su misión era radicalmente distinta a la que estaban habituados, aunque no por ello era menos importante. Cuando finalmente hubieron completado el traslado a un lugar seguro, que juraron no contar nunca a nadie, informaron a su superior, Simón Bar Giora, el comandante edomita de los sicarios.
—Señor, el traslado se ha completado con éxito, tal y como ordenasteis.
—Bien hecho Juan. Tú y Amfikalles quedaos. Los demás —dijo Simón dirigiéndose al resto de hombres que habían participado en el traslado del tesoro—, podéis retiraros. Estos soldados os guiarán para que os podáis asear, comer algo y descansar. Os lo habéis ganado. Nebedeo —se dirigió esta vez a su asistente personal—, avisa a Zacarías, que venga inmediatamente.”