Al comenzar la década de los treinta la sociedad española presentaba un claro desequilibrio en relación con la distribución de la renta. La situación social de los jornaleros del centro y centro-sur peninsular era muy delicada, mucho peor que la de los obreros industriales. El campo seguía muy atrasado y el caciquismo continuaba ejerciendo su poder. El analfabetismo alcanzaba al 33% de la población y la mitad de la población infantil no estaba escolarizada. La mujer vivía una situación legal de clara dependencia masculina.
La estructura del Estado español era muy deficiente, con un sistema fiscal débil e injusto que impedía contar con servicios públicos eficientes, sin una adecuada atención sanitaria ni con una red de escuelas públicas, por lo que no había ningún tipo de redistribución de la renta a favor de las clases más desfavorecidas, la mayoría de la población.
La Segunda República supuso un choque entre la inercia de las posiciones tradicionales y las propuestas de cambio. La mentalidad tradicional era defendida por la oligarquía terrateniente, los monárquicos, la Iglesia Católica y un sector importante del Ejército. Se trataba de una mezcla de paternalismo y prepotencia, además de desconfianza ante las nuevas ideas. La ideología era contraria a las reformas que afectasen a la propiedad, a la relación entre la Iglesia y el Estado, así como a la organización territorial del Estado. La tendencia de estos sectores era hacia el autoritarismo. Las propuestas de cambio eran siempre vistas como sinónimos de subversión o desorden.
Los pequeños propietarios y las clases medias rurales compartían la mentalidad tradicional. Este grupo representaba un porcentaje importante de la población española, especialmente en el centro y norte peninsulares, y era parte fundamental de la base electoral de los partidos políticos de derechas o centro-derecha.
Las propuestas de cambio procedían, con claras diferencias internas en relación con las reformas a emprender, de las clases medias urbanas progresistas republicanas, de los intelectuales y artistas, y del proletariado industrial y agrícola vinculado al socialismo y al anarquismo. También estaría en este grupo el nacionalismo de izquierdas catalán.
La Constitución de 1931 y la política reformista del primer Bienio y del Frente Popular fueron el reflejo de esta mentalidad de cambio: derechos individuales y colectivos, derechos de la mujer, laicismo, consideración de la propiedad como algo social y supeditado a los intereses comunes, autonomías, estado del bienestar, educación pública, política cultural, reformas agraria y militar.
A pesar de los intentos por establecer un cauce de convivencia democrática, el choque de mentalidades fue profundo. La República generó inmensas expectativas entre los sectores más desfavorecidos, pero el primigenio espíritu se desvaneció muy pronto por las dificultades y resistencias encontradas, así como por el apremio de los más desfavorecidos, favoreciendo el radicalismo de una parte de la izquierda. Por su parte, la República desarrolló en los grupos oligárquicos y en las derechas un terror y odio profundo desde el primer momento, que optaron por la salida conspirativa y autoritaria.