El 10 de diciembre de 1898 se firmó el Tratado de Paris. Con la firma de ese acuerdo, España perdió sus últimos territorios americanos y asiáticos. Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam fueron las colonias que se cedieron a los Estados Unidos de América. A cambio se recibió una compensación económica de 20 millones de dólares. Las guerras de independencia de esos países concluyeron a mediados del mes de agosto y se da la paradoja de que no consiguieron la independencia, ya que quedaron bajo la tutela estadounidense, lo que dio pie a guerras aún más sangrientas como la que se desarrolló en Filipinas, que supuso el genocidio del 10% de la población. Los Estados Unidos dieron la orden de no hacer prisioneros y matar a todos los habitantes mayores de 10 años.
Posteriormente, España vendió a Alemania varios archipiélagos del océano Pacífico. Las islas Marianas (excepto Guam), las Palaos y las Carolinas supusieron un incremento en las arcas españolas de unos 30 millones de marcos. La monarquía española fue experta en malvender sus territorios a las potencias extranjeras. Aun así nos quedan, en la actualidad, algunas islas desperdigadas por el Pacífico que el gobierno no reconoce y que están despobladas y de las que apenas hay documentación.
Tantas pérdidas supusieron una ola de pesimismo en la nación. Los famélicos soldados, cercanos a los 200.000, de nuestro ejército colonial regresaron derrotados a la península, la falta de trabajo hizo que muchos de estos luchadores vagasen por las calles de nuestras principales ciudades o engrosasen las filas del ejército africano. Dicho ejército incrementó sus filas hasta los 70.000 soldados. En el continente negro, nos quedaban aun posesiones como Guinea Ecuatorial, Sidi-Ifni, Sahara o Marruecos. Los soldados que pudieron escoger, prefirieron quedarse en sus casas, aunque pasasen hambre. Estaban hartos de una vida militar que los había traído demasiadas enfermedades debido a la malnutrición padecida por años de guerras mal planificadas, sobre todo en el caso de Cuba.
Ante tal cúmulo de desgracias, unos cuantos escritores, a los que se suponía cierta afinidad, conformaron la generación más deslumbrante de literatos desde el Siglo de Oro. Este nuevo Siglo de Plata, podríamos denominarlo así, nos trajo un nuevo esplendor a nuestras letras y un par de premios Nobel aunque no perteneciesen estrictamente a la generación del 98. Cuando pensamos en estos literatos nos vienen a la memoria un grupo de cinco o seis escritores, pero la realidad nos muestra que eran muchos más y no sólo escritores también periodistas, pensadores, músicos y pintores formaron parte de esta generación que elevó hasta las más altas cotas nuestro mundo intelectual.
Se calcula que a comienzos del siglo XX había en España unas 1.300 publicaciones periódicas, 300 de ellas tenían una periodicidad diaria. Tan sólo en Madrid, se calcula que se editaban unas 400 publicaciones de diverso tipo, no hay un registro fidedigno de todas esas publicaciones. Periódicos de gran tirada como El Liberal, La Correspondencia Española o El Imparcial, se mezclaban con periódicos de menor número de ejemplares o de periodicidad cambiante, como El Edén, La Piqueta o El Motín, todos éstos especies de hojas volanderas que se voceaban por la Puerta del Sol y otras vías importantes de la ciudad.
Algún autor contemporáneo ha llegado a decir: “La Mancha, capital Madrid”, para muchos de nuestros escritores, Madrid no ha dejado de ser nunca un poblachón manchego Y Unamuno solía decir, parafraseando a Cervantes: “En un lugar de la Mancha, cuyo nombre es Madrid”. Pese a tanta diatriba, la ciudad, Villa y Corte, llegó a tener a comienzos del siglo XX unos 550.000 habitantes y según su profesión o gremio vivían en determinados barrios como el escritor aragonés Ramón J. Sender relata en su Crónica del alba”:
“Los obreros de la construcción vivían preferentemente en Tetuán de las Victorias; los obreros industriales –metalúrgicos, etc.-, en Vallecas; los tipógrafos y artes blancas, en Chamberí; los marmolistas, picapedreros, tallistas y soladores, en Las Ventas; los jardineros y campesinos, en Carabanchel; los carpinteros de armar, un poco en todas partes pero muchos en las Vistillas. También en la Guindalera. Los empleados de transporte, en el Pacífico y en Chamartín de la Rosa. Finalmente, los plomeros y fontaneros, en el Pacífico, y los de teléfonos y electricistas menores, en Fuencarral.
En general, los trabajadores eran el cinturón exterior de Madrid.
Dentro estaban los parásitos del comercio, el `bebercio´ y la banca. Los curas y los intelectuales”.
Esos intelectuales, a los que tacha de parásitos, como también lo serían periodistas y escritores, vivían en el centro de Madrid. No todos, pero sí la mayoría, vivían alrededor de la Puerta del Sol o en los barrios adyacentes, como iremos viendo. Decía una chufla popular, los escritores del 98 eran especialistas en bromas, requiebros y chascarrillos, que el hombre prehistórico vivía en las cavernas, el hombre madrileño del XIX vivía en las tabernas y el escritor del 98 en los cafés. Unos cafés que poblaban la Puerta del Sol, epicentro de la ciudad y de la intelectualidad, al menos siete de esos míticos cafés, de los que hablaremos más tarde, estaban en esa plaza o en las calles adyacentes como Alcalá, Carrera de San Jerónimo o Sevilla. Allí estos escritores pontificaban sobre política, literatura o lo que hiciese falta, eran como los tertulianos de la radio o de la televisión de hoy en día. En esas tertulias, llegaron a las manos y alguno llegó a perder un brazo. Ramón María del Valle-Inclán tuvo con su amigo el escritor Manuel Bueno un encontronazo que ocurrió en el Nuevo Café de Levante en el que a punto estuvieron de hacerlo un duelo. Blandieron sus bastones y Bueno le dio un fuerte golpe en el brazo a Valle, justo donde tenía el gemelo de la manga izquierda de su camisa, con tan mala fortuna que la herida provocada por el bastón y por el gemelo se le gangrenó; días después tuvieron que amputarle el brazo izquierdo. “Ya te pareces más a Cervantes”, le llegaron a decir en una tertulia días después sus supuestos amigos.
En esos templos, donde corrían el café espeso se hablaba de todo, ajenos al escaso pulso de la ciudad y a la pesadumbre que se vivía por la pérdida de las colonias. Estos escritores vivieron como bohemios, escribían en los cafés y dormían en las redacciones de los periódicos después de entregar sus crónicas o artículos, por los que recibían una exigua paga. Muchos de estos escritores o periodistas eran auténticos especialistas en los sablazos. Pedían dinero para comer o se dejaban invitar en los cafés como si los hicieran un favor al pagador.
El cambio de siglo trajo a Madrid muchos cambios, quizá demasiados para una población liberal pero chapada a la antigua. Se asfaltó la Puerta del Sol. En 1902 vieron las calles de Madrid pasar al primer automóvil motorizado cuyo propietario era el marqués de Bolaño. Empezaron a transitar los tranvías eléctricos y hasta llegaron a colocarse en las calles principales estuchas para atenuar el frío de los desharrapados, ya que en aquellos años hizo unos inviernos muy rigurosos. Eran los años, en literatura, de Benito Pérez Galdós que empezaron a cambiar a golpe de escándalo. Rubén Darío tuvo mucha culpa de ello.
A finales del siglo XIX la narrativa estaba dominada por el naturalismo y el realismo. Fueron escritores como Blasco Ibáñez, Felipe Trigo o Eduardo Zamacois los que crearon una tendencia nueva: la novela moderna y fue el modernismo el género que comenzó a hacer furor entre nuestros escritores y podríamos decir que tuvo la culpa de que surgiera esa generación que cambiaría, en cierta forma, la concepción de la literatura española.
Los autores que hicieron dar un salto cualitativo a nuestra literatura fueron los componentes de la generación del 98, a partir del denominado Grupo de los Tres, que lo formaron Pío Baroja, Azorín y Ramiro de Maeztu, comenzaron a escribir en una vena juvenil hipercrítica e izquierdista que más tarde se orientará a una concepción tradicional de lo viejo y lo nuevo. Aún así, todo lo referente a la generación del 98 estuvo sembrada de polémica: Pío Baroja y Ramiro de Maeztu negaron la existencia de tal generación, y más tarde Pedro Salinas la afirmó, tras minuciosos análisis, en uno de sus cursos universitarios y en un breve artículo aparecido en la Revista de Occidente (diciembre de 1935), en los que siguió el concepto de «generación literaria » definido por el crítico literario alemán Julius Peterse; este artículo aparecería, posteriormente, en su Literatura española. Siglo XX (1949).
El posiblemente mayor pensador de nuestro país, José Ortega y Gasset distinguió dos generaciones en torno a las fechas de 1857 y 1872, una integrada por Ángel Ganivet y Miguel de Unamuno y otra por los miembros más jóvenes. Su discípulo Julián Marías, , utilizando el concepto de «generación histórica», y la fecha central de 1871, estableció que pertenecían a ella Miguel de Unamuno, Ángel Ganivet, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Carlos Arniches, Vicente Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Manuel Gómez-Moreno, Miguel Asín Palacios, Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Pío Baroja, Azorín Ramiro de Maeztu, Manuel y Antonio Machado y Francisco Villaespesa.
Como casi siempre el discípulo de Ortega se columpió y demostró saber lo justito de literatura, encuadra en la generación del 98 a Jacinto Benavente, Vicente Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Manuel Gómez-Moreno, Miguel Asín Palacios y los hermanos Álvarez Quintero lo que parece una broma de mal gusto. Todos estos escritores estaban muy alejados de la generación. Los del 98 despreciaban el romanticismo blando de Gabriel y Galán, la soberbia de Blasco Ibáñez, etc. Valle llegó a decir en cierta ocasión: “Si a las obras de teatro de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero las tradujésemos al español. ¿Qué quedaría?”. Evidentemente, casi nada, ya ni la gracia andaluza.
Sí deberíamos añadir a los pintores Ignacio Zuloaga y Ricardo Baroja, hermano de Pío, que tenían una estética muy parecida a los escritores del 98 y los músicos Isaac Albéniz y Enrique Granados. No podemos olvidar al Ciro Bayo o Manuel Bueno, el causante de la amputación de Valle, o a los periodistas bohemios Antonio Palomero, Alejandro Sawa –el inspirador de Valle para crear el papel de Max Estrella-, Pedro Barrantes –testaferro del periódico El País, personaje que entraba y salía de la cárcel Modelo con una facilidad asombrosa porque se hacía responsable penal de los artículos de su diario, Joaquín Dicente o Luis Bonafoux. Todos ellos grandes periodistas y escritores que llevaron una vida bohemia y nocherniega.
Los escritores de esta generación tuvieron una particularidad especial y es que, curiosamente ninguno de ellos había nacido en Madrid, aunque residieron, la mayor parte de su tiempo, en la capital del reino. Tendremos andaluces, vascos, gallegos, valencianos pero ningún madrileño, catalán o cántabro. Fueron escritores de la periferia que llegaron a Madrid para estudiar o labrarse un futuro literario. Todos ellos pasearon por las calles de Madrid hablando de política o literatura y discutieron en la vía pública a voces, como lo hicieron Benito Pérez Galdós y Pío Baroja por el parque del Oeste. Era Baroja una persona que hablaba mal de todo el mundo, incluso de sus amigos, si es que los tenía. Las características fundamentales de estos escritores fue su pesimismo, su afán de regeneración y modernización del país.
Quizá el más ajeno a la generación y a Madrid fue el filósofo Ángel Ganivet García, granadino de cuna, se suicidó días antes de la firma del Tratado de Paris en Riga, donde estaba destinado como diplomático. Quizá por eso, ha sido citado como un precursor de la generación del 98 pero, tanto por su estilo como por su pensamiento deberíamos encuadrarlo en esta generación. Vino a Madrid a estudiar el doctorado en Filosofía y Letras, posteriormente ganó la plaza de bibliotecario en el Ministerio de Fomento. Se integró poco a poco en el mundo literario madrileño, asistiendo al Ateneo, que entonces no estaba en la calle del Prado, que tan bien conocemos, sino en la calle Montera. También se le veía en diversas tertulias literarias donde hizo amistad con Miguel de Unamuno, ambos preparaban oposiciones a cátedra. Unido sentimentalmente a Amelia Roldán Llanos tuvieron dos hijos, su primera hija falleció al poco de nacer, algo bastante corriente en la época.
Posteriormente sacó una plaza en el cuerpo consular y partió hacia Amberes, ascendió a cónsul y fue destinado a Helsinki, donde produjo la mayor parte de su obra literaria, de allí partió a Riga cuando se cerró el consulado finés por escasa actividad comercial, en esa ciudad enfermó de sífilis y entristecido por la pérdida de nuestras colonias tuvo una depresión que le hizo suicidarse tirándose desde un barco al río Dvina
Su fama literaria se debe sobre todo a su “Idearium español”, un libro que, a pesar de su poca extensión, ocupa un puesto destacado en el pensamiento español moderno. Ganivet hizo gala, en su pensamiento, de un fuerte un desprecio por la modernidad, representada por la sociedad industrial y el culto a la propiedad privada, desarrollado ya desde su paso por la ciudad belga de Amberes, En el mismo momento en que España está al borde de la agonía del 98, Ganivet se atreve a reivindicar su cultura y su manera de ser. Vuelve la mirada hacia atrás y arremete contra lo que cree que ha desviado a España de lo que hubiera podido ser: una «Grecia cristiana». Su cosmovisión era radicalmente espiritual, algo que compartió con Azorín pero que le alejaba de los otros componentes de su generación. Aparte de su idearium destacan su ensayo “España filosófica contemporánea” y las novelas “La conquista del reino Maya por el último conquistador Pío Cid” y “Los trabajos del infatigable creador Pío Cid”. No podemos dejar de recordar sus “Cartas filandesas” que tanta fama le dieron y que tienen mucho de testamento ideológico. Quien camine por la Alcaicería granadina podrá leer algunos de sus escritos en las fachadas de los edificios.
Si Ganivet fue un precursor de la generación del 98, sin duda alguna el escritor más icónico de la generación del 98 fue don Ramón María del Valle-Inclán. España ha dado grandes autores a la literatura universal. Miguel de Cervantes renovó la novela de caballería y creó la novela moderna, tal y como la conocemos hoy en día. Por otra parte, el género de la picaresca surgió en nuestra tierra gracias a las andanzas de un lazarillo vallisoletano. Y gracias a Valle, el esperpento surgió de manera rompedora, secuelas como el teatro del absurdo se pueden considerar como subgéneros de esa literatura que escribió Valle a golpe de imaginación y de deformar lo que vio en una noche en aquel Callejón de Álvarez Gato gracias a los espejos cóncavos y convexos que hubo durante muchos años y que la daban un aspecto de atracción de feria. Por allí paseó Valle partiendo desde los cafés de la plaza de Santa Ana y en ese Callejón del Gato ubicó a Max Estrella, poeta ciego, arruinado, sablista y bohemio. Valle se basó para crear el personaje principal de “Luces de bohemia” en su amigo el escritor y periodista Alejandro Sawa –conocido entre otras muchas cosas por ser el negro de Rubén Darío en los artículos que escribió para el diario argentino La Nación-.
Ramón María del Valle-Inclán nació en Vila García de Arousa en octubre de 1866, pasó en Madrid largas temporadas alternándolas con su Galicia natal, durante un tiempo marchó a México a trabajar como periodista en los diarios “El Correo Español” y “El Universal”, la experiencia de aquel tiempo lo reflejó en su novela “Tirano Banderas”, una de sus obras más señeras y germen de la novela latinoamericana. En Madrid, comenzó trabajando en el diario “El Globo”, para ser después funcionario del Estado. Empezó a ser reconocido como escritor gracias a su libro “Sonata de Otoño” que publicó en 1902, después seguirían las sonatas de estío, primavera e invierno. Esas narraciones, que se basaron supuestamente en los recuerdos de un tío suyo, tenían como protagonista al marqués de Bradomín, prototipo del caballero español de esa y de todas las épocas.
En aquel tiempo, Valle paseaba su ingenio por los cafés de la Puerta del Sol y aledaños. En el Café Imperial, sito en los bajos del Hotel de Paris, el establecimiento hotelero más elegante a comienzos del siglo XX, todavía no se habían abierto a los viajeros ni el hotel Palace ni el Ritz. Dicho café era lugar preferido de encuentro de escritores y bohemios. Por ese hotel, pasaron lo más granado de la realeza europea, en la boda de Alfonso XIII los más preeminentes invitados se alojaron en las habitaciones de este hotel que ahora ocupa Apple Store. También era asiduo a los cafés de Fornos y el Suizo, ambos en donde está hoy el elegante Casino de Madrid. Los cafés del Príncipe, de Madrid, El Gato Negro le vieron aparecer en numerosas ocasiones como también visitaba la terraza del café Gijón o el Lhardy y, por supuesto, la Cacharrería del Ateneo que entonces se ubicaba en la calle Montera. Valle llegó a ser presidente del Ateneo después de don Manuel Azaña que no era tan amigo de él como de Unamuno pero al que apreciaba y ayudó en múltiples ocasiones.
El escritor gallego tuvo en Madrid varios domicilios, donde más tiempo residió fue en el que tuvo en la calle Calvo Asensio, 4 del barrio de Arguelles. Una vez casado, en la iglesia de San Sebastián de la calle Atocha, con Josefina Blanco Tejerina, tuvo una numerosa prole, seis hijos, con los que se trasladó a la calle General Oraá, 9. Cuando iba hacia su domicilio con algún acompañante, y que solían ser, entre otros, Manuel Azaña y Melchor Fernández Almagro solía decir “¡Zeñorez, vamonoz a provinzias!” Sí, señores, Valle ceceaba al hablar, lo cual también era otro motivo de chufla que tenía que aguantar estoicamente mientras se mesaba sus luengas barbas.
En aquellos tiempos el barrio de Salamanca estaba bastante alejado del centro y del meollo cultural de la ciudad. Sus cotidianos paseos los solía dar con Baroja y con Azorín por la calle Alcalá y sus aledaños, a ambos los respetaba y apreciaba. También solían acercarse al Paseo de Recoletos y al parque de El Buen Retiro, la Casa de Fieras era otro de los rincones por el que le gustaba pasear. Baroja, que a todo el mundo criticaba era bastante cruel con Valle, pero éste nunca llegó a decir nada malo de Baroja. Valle podía ser muchas cosas pero nunca un maledicente. Sin embargo, el sufría alguna que otra burla por su manquedad, en ocasiones se metían con él diciéndole que pese a ser una persona con mala salud, solía escribir tumbado en la cama apoyado en una tabla, nunca se estaba quieto. ¡No se puede estar cruzado de brazos!, decían. Imposible para un manco.
Este manco genial, aparte de escribir novelas, obras de teatro y artículos periodísticos, dedicó parte de su tiempo a componer pequeños slogans publicitarios para la prensa. Hemos podido conseguir algunos de aquellos trabajos que Valle preparó para alguna compañía e, incluso, para unos de aquellos cafés que tanto amaba:
En su producción tuvo varias obras que situó en Madrid. Su trilogía de El Ruedo Ibérico, cuya protagonista era Isabel II y que quiso convertir en una continuación de los Episodios Nacionales de Galdós, pero sin el olor a cocido que como decía Unamuno desprendían las obras del escritor canario. “La corte de los Milagros”, “Viva mi dueño” y “Baza de espadas” nos muestran un Madrid más de Corte que de Villa. De poder político, en suma. Son unas novelas muy interesantes que merecen la pena volverse leer, para conocer un reinado con tantas luces como sombras. También es muy interesante su trilogía sobre las guerras carlistas, que la conformaban “La cruzada de la causa”, “El resplandor en la hoguera” y “Gerifaltes de antaño”. No podemos dejar de mencionar que Valle provenía de una familia carlista y él mismo se presentó en varias ocasiones para conseguir un escaño de diputado por la formación carlista, posteriormente, se presentó con los republicanos pero en ninguna ocasión consiguió el acta de diputado, en esto fracasó como lo hiciera Pío Baroja, no así Miguel de Unamuno o Azorín que si fueron diputados en diferentes legislaturas.
Pero sin duda alguna la obra de Valle que más escenarios tiene de Madrid es “Luces de Bohemia”. Si seguimos las andanzas de Max Estrella y don Latino de Híspalis partiremos de la taberna Ciriaco en la calle Mayor, pasaremos por diversas librería de lance, nos acercaremos hasta la buñolería, hoy chocolatería, de San Ginés y a los cafés de Colón y de la Montaña, nos encontraremos con el conocido callejón del Gato, cercano a la Plaza de Santa Ana, pasaremos por el Ateneo de la calle del Prado y terminaremos en el Círculo de Bellas Artes, café donde también se reunían los escritores de la época. Nadie ha escrito páginas tan brillantes como lo hizo Valle sobre el ambiente bohemio de comienzos del pasado siglo. El 23 abril se celebra la noche de Max Estrella con un recorrido por los lugares que aquella noche visitaron los dos protagonistas de su novela. Sus páginas tienen el esplendor de la tierra indómita, un lenguaje volcánico y esperpéntico que seduce por su ampulosidad y discernimiento. Valle fue un escritor único. Él mismo solía decir que en el mundo hay dos tipos de personas, en una está Valle-Inclán y, en la otra, el resto del mundo. Y en ese resto del mundo estaban los componentes de la generación de 98 y, sobre todo, Miguel de Unamuno.
Llegó el escritor bilbaíno a Madrid en septiembre de 1880 para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, sita en la calle San Bernardo, antes Ancha. Se doctoró a los veinte años con una tesis sobre la lengua vasca lo cual le llevó a enemistarse con los padres del nacionalismo vasco, los hermanos Arana Goiri, que querían una raza vasca no contaminada, algo a lo que se oponía Unamuno.
Trabajó como profesor de latín y comenzó a colaborar en el periódico El Noticiero Bilbaíno. Después de una breve instancia en algunos países europeos, cubrió para su periódico la inauguración de la torre Eiffel, se casó el 31 de enero de 1891 con Concha Lizárraga, de la que había estado enamorado desde niño, tuvo nueve hijos, lo que le hizo estar siempre preocupado por su situación económica, al igual que Valle –Inclán. Esa inquietud monetaria le hizo estar pluriempleado y siempre buscando diferentes fuentes de financiación.
Ya en Salamanca se acostumbró a ir a tertulias literarias, allí asistió a la del Café literario Novelty, que estaba justo al lado de ayuntamiento”. Las largas estancias que pasó en Madrid, las compartió en los mismo cafés a los que iban sus amigos, pero al que más cariño le tenía era a la Cacharrería del Ateneo que en su primera venida a Madrid estaba en la calle Montera. En 1884 el Ateneo madrileño inauguró su sede en el edificio modernista de la Calle del Prado,21, obra de los arquitectos Enrique Fort y Luis Landecho. Allí se abrió una nueva Cacharrería –que todavía sigue abierta, aunque ya sin el sabor de entonces- y desde allí siguió despotricando sobre la ciudad, los literatos y los políticos: “la primera vez que llegué a Madrid, me produjo una impresión deprimente y tristísima. La ciudad atrae al estéril vagabundaje callejero y es un centro productor de ramplonerías”. Para Unamuno, Madrid era “un vasto campamento de un pueblo de instintos nómadas”. Y aunque no le gustaba pasear por el casco histórico porque estaba lleno de personas de diverso pelaje, le fue cogiendo el gusto y terminó dando largas caminatas con Azorín y Baroja por la calle de Alcalá y con Antonio Machado por Recoletos y el parque de El Buen Retiro. En algunas ocasiones se atrevió hasta llegar al barrio del Arguelles. Pero no era un escritor que le gustasen las estampas madrileñas, de hecho si repasamos sus novelas, vemos que tienen pocas descripciones, tanto de lugares como de personas. Tanto “Paz en la guerra” como “Amor y pedagogía” o, sobre todo, en “Niebla”, encontramos excasas descripciones. Para el autor vasco eran más importantes los ambientes y el qué se dice y cómo se dice. En novelas, como “Ábel Sánchez”, estará muy presente el tema bíblico y la envidia. Sus novelas son profundamente reflexivas y las podríamos calificar de tesis.
Con “La tía Tula”, presenta, otra vez, el anhelo de la maternidad que esbozó en “Amor y pedagogía”. Sigue habiendo tan pocas descripciones que el cineasta Miguel Picazo trasladó la trama a los años sesenta y se sostenía la trama de manera ejemplar. La España franquista tenía mucho que ver con aquellos comienzos de siglo que tan bien refleja el escritor. En “San Manuel Bueno, mártir”, nos encontramos con un sacerdote que predica algo que ni siquiera logra creer. No podemos pasar por alto sus ensayos “Del sentimiento trágico de la vida”, publicado en 1913 y “La agonía del cristianismo” en 1925, ensayos que reflejan su pensamiento, como también lo hizo en “Cómo se hace una novela” o la ya mencionada “Niebla”, toda una declaración de principios sobre su forma de escribir, harto de los corsés naturalistas y realista decidió crear un nuevo género que no se sometiese a las reglas normalmente establecidas. Él mismo lo explica en su novela en el capítulo XVII:
—¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?
—Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo.
—¿Y cómo es eso?
—Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué hacer, pero sentía ansia de hacer algo, una comezón muy íntim, un escarabajeo de la fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo.
—Sí, como el mío.
—No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.
—¿Y hay psicología? ¿descripciones?
—Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada (...). El caso es que en esta novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.
—Pues acabará no siendo novela.
—No, será... será...nivola.
Antonio Machado Álvarez, “Demófilo” fue un grandísimo antropólogo y folclorista andaluz, sus hijos Manuel y Antonio aprendieron muchísimo de él y en las obras de los dos, tanto por separado como juntos, utilizaron lo que su padre les enseño. Manuel nació en 1874, Antonio un año después y ambos en Sevilla. Es por tanto, Antonio Machado el escritor más joven de la generación del 98. Llegaron a Madrid un 8 de septiembre de 1883 y permanecieron en Madrid durante muchos años, toda la adolescencia y parte de la madurez. Antonio fue a Paris durante tres años a continuar sus estudios y a trabajar. Ambos hermanos estudiaron en la Institución Libre de Enseñanza. Su primera residencia madrileña se encontraba en la calle Claudio Coello, 13, esquina con Villanueva y relativamente cerca de la ILE, situada en la plaza del Rey, suponemos que bajarían por Villanueva hasta Recoletos y cruzarían por la calle Almirante hasta Barquillo. Al mudarse la ILE a la calle Martínez Campos, donde hoy está la Fundación Giner de los Ríos, la familia Machado se trasladó a la calle Santa Engracia, 52, también muy cerca del colegio. Cuando terminó la instrucción en el colegio, se matriculó en el Instituto Cardenal Cisneros de la calle Toledo.
Antonio Machado padre tuvo otra numerosa prole –algo muy natural como hemos visto-, nueve fueron los hijos que tuvo y eso hizo que la economía familiar se resintiese, de ahí que fuesen cambiando de hogar según la situación económica fuese cambiando, convirtiéndose cada día más agónica. Primeramente, vivieron en la calle Fuencarral, 46 cuando asistía al instituto Cisneros, posteriormente se fueron alejando del centro de la ciudad, pero en la misma calle, la muerte del cabeza de familia hizo que se trasladasen hasta Fuencarral, 98 cerca de la glorieta de Bilbao y más reveses, la muerte de su abuelo, hizo que se movieran a un piso más modesto en Fuencarral, 148 muy cerquita de la glorieta de Quevedo. Casi todos los madrileños podemos decir que hemos vivido cerca de los Machado. Después de casarse y volver a Madrid, su madre y hermanos ocupaban la finca de Corredera Baja de San Pablo, 20. En 1917 volvieron a realizar un último cambio y se establecieron en la calle del General Arrando, 4, cerca de la plaza de Chamberí.
Ociosos, los jóvenes hermanos Machado, y entonces inseparables, se entregaron a la atractiva vida bohemia del Madrid de finales del siglo XIX. Cafés de artistas, tablaos flamencos, tertulias literarias, el frontón Kursaal y los toros, todo les interesa. Les deslumbra la rebeldía esperpéntica de Valle-Inclán y de Alejandro Sawa, pero también el poso trascendental de Unamuno, Baroja y Azorín. En octubre de 1896, Antonio Machado, apasionado del teatro, entró a formar parte como meritorio en la compañía teatral de María Guerrero. También Valle-Inclán hizo sus pinitos como actor pero la pérdida del brazo hizo imposible que continuase su incipiente carrera teatral. El propio poeta recordará con humor su carrera como actor: «... yo era uno de los que sujetaban a Manelic, en el final del segundo acto». La bohemia oscura y, a la vez, luminosa del Madrid del final del siglo XIX.
Durante la última etapa de su vida tanto él, como su hermano Manuel eran asiduos de las tertulias. Solían cambiar a menudo de local, cuando era demasiado conocida su presencia en algún café y querían huir de compañías no deseadas. Sus preferidos fueron: el Varela en la calle Preciados, esquina a Santo Domingo; el Español en la calle Carlos III junto al Teatro Real; y el más famoso, el Café de las Salesas en la calle Bárbara de Braganza, lo sabemos gracias a la foto que le hizo el conocido fotógrafo Alfonso a finales del año 1933, publicada en el diario La Libertad el 12 de enero de 1934, junto a la periodista Rosario del Olmo, que iniciaba con Machado una serie de entrevistas dedicadas a los “deberes del arte” en momentos difíciles.
La obra poética de Antonio Machado se abrió con “Soledades”, escrito entre 1901 y 1902 y reescrito como “Soledades. Galerías. Otros poemas” en 1907. Durante su estancia en Soria, escribió su libro más noventayochista, “Campos de Castilla”, editado por la editorial Renacimiento en 1912. Posteriormente, durante su estancia en Baeza escribió sus populares “Proverbios y cantares”, poemas breves de carácter reflexivo y sentencioso. Estilo que seguiría en prosa con los libros de “Juan de Mairena” y “Abel Martín”. Publicó y estrenó, junto a su hermano Manuel varias obras de teatro, fueron las más famosas “La Lola se va a los puertos” y “La duquesa de Benamejí”.
En 1928 conoció a Pilar Valderrama, Guiomar, también escritora. Ella casada y con un marido que la engañaba comenzó una relación con el poeta que entonces daba clase en Segovia. Cada fin de semana volvía a Madrid en tren a la Estación del Norte y andando por el parque del Oeste hasta el paseo Rosales esperaba horas a que Guiomar saliese a la ventana para poder verla. En otras ocasiones, paseaban por Rosales hasta los jardines de la Moncloa donde se sentaban en el que el poeta denominaba el banco de los enamorados que ahora está en el complejo del Palacio de la Moncloa, concretamente en el denominado Jardín de la Fuente, que fue destruido en la Guerra Civil, el frente estaba justo allí, y posteriormente, el tiempo de la democracia fue reconstruido. Hoy no se puede visitar salvo el que haya sido periodista y cubrieses los consejos de ministros, como ha sido mi caso.
Antonio Machado fue el único integrante de esta genial generación que se llevaba bien con todos. Fue una persona buena, en todo el sentido de la palabra, como el mismo definía a ese tipo de personas. Nunca discutió con ningún coetáneo suyo y por todos fue querido y respetado. Una auténtica rara avis en el panorama canallesco literario de aquella y de todas las épocas.
Su hermano Manuel no tuvo la popularidad que él pero sus méritos fueron poéticos y teatrales fueron muy grandes. Entregado a la vida bohemia madrileña junto con su hermano Antonio, Manuel empezó a dar a conocer sus primeras poesías y colaborar en jóvenes publicaciones como las editadas por Francisco Villaespesa y Juan Ramón Jiménez. En marzo de 1898, Manuel viajó a París para trabajar como traductor en la editorial Garnier. En 1902, aún en París, publicó su primer libro “Alma”, un término clave del vocabulario simbolista. Permaneció en la capital francesa hasta 1903, compartiendo piso con Enrique Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío y en la última etapa con el actor Ricardo Calvo, que también acogió en su apartamento a otros dos Machado, Antonio y Joaquín (que regresaba de su experiencia americana "enfermo, solitario y pobre").
Tras una breve instancia en Santiago de Compostela, consigue entrar a trabajar en la Biblioteca Nacional de Madrid, posteriormente fue archivero del ayuntamiento y en el Museo Municipal de Madrid. Vivió casi toda su vida en la calle Churruca. En 1921 publicó el que casi todos los especialistas coinciden que es su mejor poemario, “Ars moriendi”. Con ocasión del éxito de su obra, tuvo el único cruce de acusaciones que se produjo con su hermano. Una discusión epistolar en la que Manuel acaba escribiendo: "Tu poesía no tiene edad. La mía sí la tiene". Sentencia contra la que Antonio Machado, concluirá en otra carta: "La poesía nunca tiene edad cuando es verdaderamente poesía".
Como apunté anteriormente, los dos hermanos colaboraron con gran éxito popular y de crítica en una serie de comedias en verso, en un alarde de entendimiento creativo.
En 1931, en un acto celebrado en el Ateneo de Madrid el 26 de abril de ese año, Manuel hace público, en colaboración con el músico Óscar Esplá, el borrador de un himno para la Segunda República Española (que provisionalmente había adoptado el de Riego). Los primeros versos, escritos por Manuel en su fervor republicano, decían así:
Es el sol de una mañana
de gloria y vida, paz y amor.
Libertad florece y grana
en el milagro de su ardor.
¡Libertad!
España brilla a tu fulgor,
como una rosa de Verdad
La guerra civil separó a la familia Machada de manera definitiva. Manuel con su mujer estaban en Burgos visitando a un familiar cuando comenzó el conflicto y Antonio y su madre, después de muchas vicisitudes, huyeron a Francia. Manuel, tras la guerra, se incorporó como director de la Hemeroteca y del Museo Municipal de Madrid. Siguió escribiendo poesía, en parte de carácter religioso influido por su mujer y continuó la labor de divulgación de su padre sobre el folclore andaluz y del cante hondo. Muchas de sus poesías tenían la estructura de coplas, seguidillas y soleares.
He dejado para el final a los tres integrantes de la generación que fueron el núcleo central de la misma. Baroja, Azorín y Maeztu. Los tres fueron grandes amigos durante muchos años pero la vida y las discusiones de café les fueron separando. El donostiarra Pío Baroja y Nessi nació el día de los Santos Inocentes de 1872, hermano del escritor y pintor Ricardo Baroja, ambos formaron parte de esta increíble generación de escritores. Desde joven estuvo relacionado con el periodismo y los negocios de imprenta. Carmen, hermana de Pío, se casó con el futuro editor de su hermano, Rafael Caro Raggio. En sus Memorias, don Pío aventura una posible etimología del apellido, según la cual «Baroja» sería una aféresis de ibar hotza, que en euskera significa 'valle frío' o 'río frío'. Aunque también podría tratarse de una contracción del apellido castellano Bar(barr)oja.
Pío Baroja estudio el bachillerato en el Instituto San Isidro y medicina en el colegio de Cirugía de San Carlos, durante ese periodo vivió en la calle Atocha y fue cuando comenzó a asistir a las tertulias de los café con escritores, al lado de su amigo Carlos Venero. Como estudiante de medicina no destacó y pronto comenzó a escribir relatos y a esbozar sus futuras novelas: “Camino de perfección” y las aventuras de Silvestre Paradox.
Tras una breve experiencia como médico en Valencia y en Cestona, como médico rural, regresa a la ya bulliciosa Madrid a trabajar con su hermano Ricardo en la panadería que dirigía, Viena Capellanes. Pío se hizo con la dirección del la tahona que estaba muy cercana al monasterio de las Descalzas Reales de la plaza del Celenque. “Es un escritor con mucha miga”, le solía decir el poeta Rubén Darío. A lo cual le respondía el escritor: «También Darío es escritor de mucha pluma: se nota que es indio». Durante el tiempo que dirigió la panadería conoció a los personajes que poblarían sus novelas más madrileñas: Silvestre Paradox y la trilogía “La lucha por la vida”.
El periplo de Baroja por Europa y España se extendió también a la misma ciudad de Madrid donde residió largos años; de sus impresiones quedan abundantes reflejos en toda su obra, pero sobre todo en la trilogía “La lucha por la vida”, un ancho fresco de los ambientes humildes y marginales de la capital. Fue, de hecho, una especie de segundo Galdós por su conocimiento de los rincones más recónditos de la capital de España, aunque, a diferencia del narrador canario, Baroja no experimenta complacencia o complicidad con aquello que refleja, sino que critica con acritud cuando tiene que hacerlo y solo a duras penas muestra su lirismo, tan intenso como escaso. Entre sus compañeros de paseo “desgastaaceras” (así se llamaban) fue el más frecuente Valle-Inclán, pues el mayor de sus amigos de entonces, Azorín, no gustaba de andar. Las paradas en los bajos del café Fornos de la calle Alcalá eran frecuentes, al igual que en el Lyon d´Or. A sus tertulias solían ir los escritores y actores de teatro de la época.
En 1902 se establece la familia en la casa de la calle Juan Álvarez Mendizábal del novísimo barrio de Argüelles. La casa era un antiguo hotel que necesitaba numerosas reformas y allí estuvieron viviendo hasta que falleció el padre en 1912 y se casó su hermana Carmen. La casa estaba llena de los gatos a que era aficionada la madre. Desde 1912 los veranos los pasaban en Vera de Bidasoa, después de comprar la casona.
Como bibliófilo aficionado frecuentador de librerías de viejo, de la cuesta de Moyano y de los bouquinistes a la orilla del Sena en París, fue acumulando Baroja una biblioteca especializada en ocultsimo, brujería e historia del siglo XIX que luego continuaría su sobrino Pío Caro Baroja y que fue instalando en un viejo caserío del siglo XVII que compró en Vera de Bidasoa y restauró paulatinamente y con gran gusto, convirtiéndolo en el famoso caserío de «Itzea», donde pasaba los veranos con su familia.
“Aventuras, inventos y mistificaciones se Silvestre Paradox”, se publicó en 1901 y fue la primera obra madrileña de Pío Baroja. Es esta la historia de un “raro”; su modelo real combinaría rasgos del escritor Silverio Lanza, del que fue compañero en la revista “Arte joven”, y los propios hermanos Baroja. El protagonista de la novela vivió su infancia en el barrio de Chamberí, antes de que se incorporara a Madrid. Después se marcha a un breve periplo por Europa, volviéndose a instalar en la capital, en esta ocasión en una buhardilla de la calle Tudescos. En esta novela, Baroja parece querer anticiparnos los posibles escenarios de marginalidad de su trilogía madrileña:
“Le llevó a ver el Mesón de la Cuerda, no el auténtico, perdido ya en la noche de la historia, sino otro, en el cual algunos barrenderos dormían de píe, apoyados en una soga que cruzaba el cuarto; le enseño el Palacio de Cristal de la Montaña de Príncipe Pío y visitaron juntos la taberna de los Valientes… En una taberna de la calle Embajadores le indicó su secretario a Paradox algunas de los más ilustres escaladores de Madrid”.
En la novela nos sigue describiendo el puente de Toledo con sus lavanderas, la Fábrica del Gas, San Francisco el Grande y las Vistillas, el Palacio Real, -tan blanco como si estuviera hecho de pastaflora- y los desmontes de la Moncloa. Pese a detenerse tanto en escenarios lumpen como selectos, Paradox opina que “el calumniado Madrid es uno de los pueblos más bonitos del mundo”. El último paseo de nuestro raro inventor de excentricidades no deja de ser un camino iniciático que nos llevará por la calle de la Luna, La Corredera, Pez, la calle Ancha, la Plaza de Santo Domingo, Campomanes, la plaza de Isabel II, la Puerta del Sol, la calle de Alcalá, la calle Mayor, la plaza Mayor, la calle Toledo, Arenal, las Descalzas, Capellanes y Preciados. Todos lugares por donde el aún joven Baroja paseó en repetidas ocasiones.
En la trilogía “La lucha por la vida”, los escenarios cambiaron. En la primera entrega, llegó a colaborar Picasso en uno de los capítulos. El protagonista Manuel vivió en una casa de huéspedes de la calle Mesonero Romanos, antes del Olivo. Trabajó en la calle del Águila, que está encima de la Ronda de Segovia y se mueve por un Madrid suburbial, deteniéndose en el Paseo de Yeserías, en la Dehesa de la Arganzuela, en los paseos del Canal y de las Acacias o el Campillo de Gil Imón, hasta llegar a las corrales del arroyo de Embajadores. Va a las tabernas de la Blasa, el café cantante de la calle de Encomienda, el café de la Marina y conoce las castizas verbenas y kermesses que en agosto inundan los barrios más populares. También le lleva por el Paseo de la Florida y de los Melancólicos, por la Virgen del Puertos y hasta le hace asistir a una boda en la Bombilla.
Como hemos dicho, el protagonista de La busca es Manuel y continúa siéndolo en la siguiente novela “Mala hierba”, no así en “Aurora roja”. Pío Baroja supo reflejar el colorismo de los bajos fondo de manera muy atrayente. No cae, sin embargo, en el naturalismo literaturesco de Alejandro Sawa cuando, por ejemplo, en “Crimen legal” (1886) se recreaba en el feísmo de la pobreza; ni en el estilismo expresionista, posterior, de Gutiérrez Solana en las series de “Madrid, Escenas y costumbres”, señala el estudioso Manuel Lacarta en su libro “Madrid y sus Literaturas”.
El último libro donde se recrea Baroja en Madrid es en “Las noches del Buen Retiro”, publicado en 1933, nos encontramos ya con un Madrid de la alta burguesía que pasea por los Jardines del Madrid galante y por los cafés a los que asistió el escritor vasco con sus amigos. Se lleva a su protagonista, Thierry a un hotelito entre la glorieta de Quevedo y el Canal. Casas fuera de la ciudad que en ocasiones, la burguesía utilizaba como lugares de descanso donde pasar los fines de semana. Ramón y Cajal así lo hacía en otro hotelito cercano a la Cruz Roja de Cuatro Caminos.
Con Pío Baroja hemos recorrido tanto el Madrid galante de los cafés y de los teatros, como los arrabales más lumpen. Nos ha enseñado los barrios cercanos al Manzanares, compuestos de chabolas donde las lavanderas descansaban de su agotador trabajo. En todos los ambientes, el escritor vasco supo desenvolverse con eficacia y en sus novelas así lo constatamos, hasta tal punto que también don Pío fue un personaje de novela.
Otro escritor perteneciente al Grupo de los Tres fue José Martínez Ruiz, nacido en la levantina Monóvar, más conocido como Azorín. Poco a poco su nombre fue apareciendo cada vez más en revistas y periódicos importantes: Revista Nueva; Juventud, donde firmaba con Baroja y Maeztu como grupo de los Tres; Arte Joven; El Globo; Alma Española; España; El Imparcial y ABC. Durante ese tiempo dio a la imprenta lo más conocido de su obra “La voluntad”, “Antonio Azorín” y “Las confesiones de un pequeño filósofo”. Por aquel tiempo era un joven radical de ideología parecida a Baroja o Valle. A partir de 1905 su pensamiento y su literatura se vuelven hacia el conservadurismo y comienza a apoyar a Antonio Maura o a Juan de la Cierva y Peñafiel. Entre 1907 y 1019 fue cinco veces diputado y subsecretario de Instrucción Pública. En 1924 fue elegido miembro de la Real Academia Española, uno de los pocos noventayochista que lo fueron.
Como ensayista dedicó especial atención a dos temas: el paisaje español y la reinterpretación impresionista de las obras literarias clásicas. En los ensayos dedicados a la situación española se observa el mismo proceso evolutivo que marcó a toda la Generación del 98: si en sus primeras obras examina aspectos concretos de la realidad española y analiza los graves problemas de España, en “Castilla” (1912) su objetivo es profundizar en la tradición cultural española (reflexiones que surgen espontáneamente a partir de pequeñas observaciones del paisaje), además de incorporar un sentido del tiempo cíclico inspirado en Nietzsche.
Azorín no fue un escritor particularmente interesado por Madrid aunque sí publicó libros con temática madrileña. Su “Madrid. Guía sentimental” (1908) y “Madrid” (1941) trataron temas madrileños y paisajes de la ciudad. Ambos fueron recopilaciones de sus colaboraciones en Blanco y Negro. En estos libros trató los cafés de Madrid u otros lugares de especial relevancia para él como el Museo Romántico o La puerta del Sol. Fue en el libro “Madrid” donde contó con más libertad en qué consistió la Generación del 98. Dedica capítulos a cada uno de los escritores que con él convivieron y, también, de políticos y personajes públicos como Sagasta, Maragall, Clarín, Castelar, Rosario Pino, Núñez de Arce, Menéndez Pelayo, la Pardo Bazán o el cardenal Romo.
Su “Madrid” nos sugiere un mundo más atemporal, casi de los Austrias. “El barrio de Segovia y el del Sacramento se hallan contiguos. Los dos son acaso lo que tienen más carácter arcaico en la ciudad. En los dos se ven callejuelas y plazoletas como en las viejas ciudades de provincias. Están allí la plazuela de la Cruz Verde y la de San Javier; las calles de Azotados, del Cordón, del Rollo, de Procuradores, de Tente Tieso. (…)
La plazuela de San Javier es reducida, chiquita; su piso está en cuesta; se halla formada por el recodo de una callejuela. En lo alto, por encima de elevado tapial, asoma el follaje de un acacia”, escribe en “Doña Inés” (1925). Para ser una persona que no le gustaba pasear por el viejo Madrid no estaba nada mal. Después de la Guerra Civil, el escritor vivió casi recluido, como un cartujo, en la Calle de Zorrilla, 21. Casa en la que falleció en 1967. Fue el último representante de la generación del 98 que se nos fue.
Terminamos con el escritor vasco, de Vitoria, Ramiro de Maeztu y Whitney, el último componente del grupo de los Tres. Fue un sólido ensayista, crítico literario y teórico político. En su juventud tuvo influencia nietzscheana y darwiniana, estuvo adscrito a posiciones liberales que fue cambiando hacia el conservadurismo más reaccionario, al igual que Azorín. Fue diputado por Guipúzcoa en la segunda legislatura de las Cortes republicanas.
Maeztu pasó parte de su juventud en París y en La Habana dedicado a oficios diversos hasta que se inició en el periodismo. Autodidacta y de ideas combativas, se trasladó a Madrid en 1897, un hecho decisivo en su vida literaria, ya que inició entonces una colaboración importante con distintos periódicos y revistas, como Germinal, El País (editado de 1887 a 1921), Vida Nueva o La España Moderna, entre otros, con una orientación socialista reformista. Empleó por esta época el pseudónimo «Rotuney».
En sus colaboraciones de prensa, agrupadas en buena parte en su libro “Hacia otra España”, examina las causas de la decadencia española, hace una crítica muy dura de la vida nacional y propone una renovación de estilo europeísta. Entre 1905 y 1919 residió en Londres, donde trabajó como corresponsal para La Correspondencia de España, Nuevo Mundo y Heraldo de Madrid. Viajó por Francia y Alemania y fue corresponsal de guerra durante la Primera Guerra Mundial en Italia entre 1914 y 1915. Fue académico de la lengua y vivió muy cerca de la Academia casi toda su vida en la calle Espalter, 13.
Al inicio de la Guerra Civil Española fue detenido por los milicianos republicanos. Tras haber sido encarcelado, en la madrileña cárcel de Ventas el 30 de julio de 1936, fue fusilado en el cementerio de Aravaca el 29 de octubre de 1936, víctima de una de las sacas (traslados y ejecuciones sumarias de presos) que ocurrieron durante la Guerra Civil. Al final de su vida le dieron un paseo, muy diferente a los que tanto le gustaban realizar con sus dos amigos del alma Baroja y Azorín. Sus principales obras fueron “Hacia otra España” (1899), “La crisis del humanismo” (1920) y “Defensa de la Hispanidad” (1934).
Si el desastre de 1898 unió a esta generación increíble de autores, otra guerra, la civil, finiquitó a la generación. 1936 fue un año dramático para estos escritores y para todo el país. Perdieron la vida ese año Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztú y Valle-Inclán y en 1939 la perdería Antonio Machado desmembrando a este grupo de manera definitiva. Los que quedaron como Manuel Machado, Pío Baroja o Azorín vivieron prácticamente recluidos abundando en el dramatismo de unas vidas desechas por la guerra. ¡Qué lejos quedaban aquellos años de esplendor y vivencias estrafalarias que el cómico Luis Esteso supo ver de manera mordaz!
Yo me río de Azorín,
de Baroja y Valle-Inclán,
Unamuno, pa mí plín.
Pues tengo mi plan.
Y diré a la faz del mundo
Aunque al mundo así le pete:
No me tiren alcachofas
Porque vengo de Albacete.
Madrid perdió su mejor generación de escritores, aunque no hubiesen nacido en el foro siempre quisieron a una ciudad que les abrió los brazos y el corazón desde el primer momento. Ellos, se lo agradecieron escribiendo páginas memorables deformadas por esos espejos de feria de los que nos habló Valle, otras veces eran retratos fidedignos de una realidad dolorosa. Todos tuvieron sus espejos o sus lentes con las que vieron desarrollarse una ciudad nueva que se fue abriendo alrededor de la Gran Vía. Algunos prefirieron abandonar este mundo para no asistir al derrumbe que las bombas de la guerra civil traerían, el resto no lo soportó y huyeron del mundanal ruido. Les quedó el silencio como nosotros necesitamos ese silencio reparador que nos permite seguir leyendo sus obras por y para siempre.