A Guillem Cabrera muchos le han comparado con el famoso “Billy Eliot”. Su historia tiene muchos puntos en común: Guillem es un niño de doce años de Manresa (Barcelona) que baila desde los dos años, a cualquier hora, en cualquier parte, y asiste a clases de ballet clásico desde los tres. Hace un año, sus padres le hicieron el mejor regalo de su vida: inscribirlo en las pruebas de acceso de la escuela de danza más prestigiosa del mundo, la Royal Ballet School de Londres. Y Guillem resultó ser uno de los doce niños escogidos, de entre más de quinientos de todo el mundo. Este libro relata la lucha de Guillem por cumplir su sueño y, también, cómo sus padres le han ofrecido su soporte incondicional.
Guillem Cabrera tiene 11 años, es bailarín y ha logrado entrar en la prestigiosa escuela británica de danza The Royal Ballet. Desde pequeño, durante sus vacaciones del colegio, realizaba cursos de baile con Víctor Ullate. El pasado 5 de septiembre ingresó en The White Lodge, la residencia de The Royal Ballet, donde continuará formándose hasta los 15 años. Su familia tuvo que asumir los 45.000 euros que cuesta el curso.
Quince días más tarde de realizar las pruebas, logró convertirse en uno de los 500 menores seleccionados. De todos ellos, solamente 12 podrían realizar el curso. Tres días después, Guillem recibió una carta en la que se le informaba de que estaba admitido en The Royal Ballet. Sin embargo, la familia no podía reunir el dinero necesario para pagar el curso. Mar Canet, una amiga de la familia, les propuso la idea de buscar apoyo a través de las redes sociales. Iniciaron una campaña de financiación en el portal moneypordreams.es. La productora de Santi Millan, Zoopa, se unió a la causa y lograron recaudar 13.000 euros.
En palabras de Guillem
“Desde el lugar donde me encuentro, la Royal Opera House de Londres parece otra cosa. Es uno de los escenarios más emblemáticos del ballet y de la danza en todo el mundo. Pero, desde la perspectiva que yo tengo de él, es más o menos igual que cualquier otro escenario, pequeño o grande, al cual haya salido a bailar. Caben más de dos mil personas. Pero, para mí, el público sólo es un conjunto uniforme. Negro. La potencia de las luces es tan fuerte que no veo nada salvo algunas cabezas y algunos ojos curiosos, que miran con admiración y exigencia, desde las primeras filas. Intento girar mi vista hacia otro lado. Debo estar por lo que hago. Dentro de un momento me tocará a mí. Y estos ojos se fijarán en mi personaje. Serán como un foco que me seguirá de un lado a otro. Como un iluminador de teatro.
Estoy pendiente de la señal, a punto de entrar en escena. El gusano coge forma y quizá llegará a convertirse en una pequeña serpiente que, traviesa, no para de removerse en mi barriga. Pero trato de mantenerla a raya. Dentro de unos segundos seguro que habrá desaparecido. La aniquilaré con la fuerza de la actuación. No sé cómo expresar todo lo que siento encima de un escenario. Me encuentro como si estuviera en casa. Me siento cómodo. Y en nuestra casa, todos nos sentimos que podemos ser nosotros mismos. Sin máscaras. Actuando, bailando, me siento completo. Aunque sólo tenga doce años, tengo muy claro que esto es lo que quiero hacer. Es lo que me hace plenamente feliz”.
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