En"Sed", Esther Gerritsen (Países Bajos, 1972) nos permite develar cómo se construyen la maternidad, la sexualidad, la belleza y las patologías mentales dentro del mundo occidental. Aquí, un fragmento que basta para saborear el excelente juego de recursos literarios y el sutil humor que hacen de la lectura de esta novela una experiencia inolvidable.
Es la primera vez en la vida que Elisabeth se encuentra de improviso con su hija. Acaba de salir de la farmacia en Overtoom, y está a punto de cruzarse a la parada del tranvía, cuando la ve acercarse en bicicleta por el otro lado de la calle. La hija también la ve. Elisabeth se detiene. La hija deja de pedalear pero todavía no frena. Todo el Overtoom las separa, dos bicisendas, dos carriles de autos y dos vías de tranvía. Enseguida, Elisabeth sabe que deberá decirle a su hija que se está muriendo y se ríe como alguien que está a punto de contar un chiste.
A menudo no sabe qué decirle, pero esta vez tiene algo. De inmediato se da cuenta de que este tipo de noticias no deben transmitirse con entusiasmo, y tal vez tampoco sea este el momento. Entre tanto, al cruzar la calle va pensando en el médico de cabecera, que no deja de preguntarle: «¿Tiene a alguien con quien hablarlo?» y en lo bueno que sería darle la respuesta correcta la próxima consulta. Pasa entre dos autos. La hija se detiene y se baja de la bicicleta. Elisabeth agarra con fuerza la bolsa de plástico de la farmacia con los parches de morfina y el jarabe para la tos. La bolsa es la prueba de su enfermedad, como si las palabras por sí solas siempre fueran insuficientes, y así la bolsa también se convierte en la excusa. Porque de verdad no lo hubiera querido decir así, allí, tan fuera de lugar y en medio de la calle, pero la bolsa ya la había delatado ¿o no? Elisabeth además cruza la calle de repente, justo detrás de un tranvía que pasa, porque no está bien que su hija esté al otro lado y ella aquí. No está bien encontrarse a una hija de improviso.
Antes, la hija siempre estaba ahí, pero cuando dejó de estar, fue porque la propia Elisabeth la había despachado a otra parte. Después hubo un régimen de visitas y en los últimos años no hubo demasiado, pero les quedaban los cumpleaños. Las reglas siempre estaban claras y ella se había acostumbrado a no pensar en la hija cuando la hija no estaba. Existía en momentos acordados. Pero ahora aparece ahí, en bicicleta, sin que hayan acordado nada, y por eso hay algo que no encaja y hay que resolverlo, cambiarlo, combinarlo, y ahora le queda la otra vía del tranvía, justo después del taxi, que le toca bocina y pasa tan cerca que le levanta el abrigo. Su hija sube la bicicleta a la vereda. El último carril está libre.
Elisabeth ve enseguida que la hija ha vuelto a engordar y se apura a decir: «¿Te cortaste más el pelo?», porque teme que la hija, al verla, se dé cuenta de que está pensando en que está gorda. A Elisabeth le gusta hablar de sus peinados. Van al mismo peluquero.
–No –dice la hija.
–¿Tenés otro color?
–No.
–Seguís yendo al mismo peluquero, ¿no?
–Sí.
–Yo también –dice Elisabeth.
La hija asiente. Comienza a lloviznar.
«¿Adónde vas?», suena demasiado entrometido, y por eso añade:
–Pero ¿no vivías en el Este?
–Dentro de poco tendré que mudarme.
–¡Ah! –contesta Elisabeth– No sabía.
–¿Cómo ibas a saberlo?
–No sé...
–Yo acabo de enterarme.
–Claro, entonces no podía saberlo. –Empieza a llover un poco más fuerte–. Nos estamos mojando –dice Elisabeth.
Acto seguido, la hija se dispone a subir a la bicicleta y le dice:
–Nos llamamos, ¿dale?
–Mi monstruito –dice Elisabeth. Así la llamaba siempre su padre. Y sigue haciéndolo. Cuando lo dice él suena gracioso. La hija se queda mirándola boquiabierta. Después mueve los labios. Andate, dice, sin emitir sonido. No es la intención que Elisabeth lo oiga y lo respeta; siente un nudo en el estómago, si bien no ha oído nada. El pelo corto de la hija está mojado y aplastado. Elisabeth piensa en toallas y quisiera secarla, pero la hija le vuelve la espalda, ya tiene un pie en el pedal.
Así que a Elisabeth no le queda más alternativa que decir:
–¡No sabés! –Ya está. La hija se da vuelta.
–¿Qué cosa?
–Disculpá –dice–. Me expresé mal, en realidad no es una noticia agradable.
–¿Qué cosa?
–Pero no quiero que te preocupes demasiado. –Levanta lentamente la bolsita de plástico de la farmacia. Sostiene la bolsa con ambas manos, para que se vea bien el logo–. Debés estar pensando: «¿Qué hace que no está en el trabajo?»
La hija ignora la bolsa.
–¿Qué?
–Vengo de la farmacia.
–¿Y?
–Es por el médico, él me lo dice.
Baja la bolsa.
–¿Qué es lo que te dice el médico?
–Que si tengo alguien con quien hablarlo.
–¿De qué tenés que hablar, mamá?
–De que parece que me voy a morir. Pero todavía no sabemos cuándo. Pueden faltar meses.
–¿Cómo «a morir»?
–De cáncer.
–¿Cáncer?
–No es más que un término general que engloba muchas enfer-medades, lo malo es que suena muy desagradable.
– Pero entonces ¿qué tenés?
–Bueno, es una historia muy larga, con muchos tecnicismos.
–¿Y?
–Empezó en los riñones, pero…
–¿Hace cuánto?
–Parece que hace años.
–No, te pregunto que hace cuánto lo sabés.
Elisabeth piensa en el peluquero, que fue el primero a quien se lo contó. Va casi todos los meses y la próxima cita es esta semana. Quiere decir que hace al menos…
–¿Hace cuánto, mamá?
–Vamos a terminar empapadas si seguimos acá.
–¿Hace cuánto?
–Estoy sacando la cuenta.
–¿Días? ¿Semanas?
–Dejame pensar.
–¿Meses?
–Mmm no, meses no.
–¡Por Dios!
La hija parece enojada.
–No te lo debería haber dicho, ¿no?
–Pero… ¿Y los médicos no están haciendo nada?
–Por ahora no.
–¿Van a hacer algo?
–Si encuentran algún tratamiento, sí.
–¿Y ya lo encontraron?
–Por ahora no.
–¿Entonces?
–Perdón –dice Elisabeth, tratando de esconder la bolsa–. No te lo debería haber dicho así. Nos estamos empapando.
–Eso de que tal vez te… ¿pero que todavía no es seguro?
–Con lo que tengo es poco probable que me quede mucho.
–¿Poco probable?
–Es probable.
–Dios.
–Nos llamamos, ¿dale? ¿Hablamos en estos días?
Y Elisabeth se apura a cruzar el Overtoom. Se resbala y cae en las primeras vías del tranvía, pero se levanta enseguida. Con la misma urgencia que tenía para alcanzar a su hija, con el mismo apuro, no, más rápido, ahora se aleja de ella. Los tranvías hacen sonar la campanilla y Elisabeth se acuerda de cómo la hija se puso a pintar su habitación de estudiante.
«Voy a ponerme a pintar y listo –había dicho–, cuando tenga ganas. No me pongo ropa vieja, ni cubro nada, porque si me pongo a pensar en todos los preparativos se me van a ir todas las ganas. Empiezo sin pensarlo mucho, y después, para ordenar todo y quitar las manchas, tardo lo mismo que en pintar.»
Era exactamente lo que acababa de hacer Elisabeth. Había comenzado sin pensarlo, en el momento equivocado, en el lugar equivocado, con la ropa equivocada. Lo había hecho de una vez y ahora sólo le quedaba ordenar un poco y confiar en que después todo quedara mejor de lo que estaba antes de comenzar la tarea.
Sin mirar atrás, se dirige a la parada de tranvía y piensa en el peluquero, con quien las conversaciones nunca salen mal. Las palabras entre ella y el peluquero tintinean como monedas, son melodías rápidas y cortas.
–Me dieron los resultados.–¿Ah sí?
–El dolor de espalda ese…
–Sí, me contaste.
–Es cáncer nomás.
–No te puedo creer.
–Se metió por todas partes.
–Qué terrible.
–Se ve clarito en las radiografías.
–¿Y ahora?
–Van a ver si pueden hacer algo.
–¿Y pueden?
–Van a ver.
–Ah. Van a ver.
–Sí.
–Nena.
–No le digas que te lo conté primero a vos.
–¿Todavía no lo sabe?
–No nos vemos muy seguido.
–No, claro.
–No más que vos.
–Le toca teñirse.
–¿Se tiñe?
–Se hace reflejos.
En la peluquería las palabras nunca están fuera de lugar. Cuan-do él le está secando el pelo hablan a los gritos. También las palabras que en otros lugares se dicen en voz baja, aquí se pueden decir fuerte, por encima del ruido del secador.
El peluquero, gritando:
–¡La señora del primero está muy mal!
Elisabeth pregunta:
–¿Qué le pasó?
El peluquero responde:
–Un derrame, creo.
Elisabeth:
–¿Habla raro?
El peluquero apaga el secador e imita a la vecina.
A veces hay un cliente esperando, un hombre leyendo una revista. El peluquero sabe muy bien que está oyendo toda la conversación, pero no le importa. El peluquero no habla con los clientes que no está atendiendo. A Elisabeth le incomoda la presencia del testigo mudo. Alguien que parece estar siempre ahí. Alguien que finge no oír nada, pero cuya existencia hace que las cosas estén fuera de lugar.
Esther Gerritsen (Países Bajos, 1972) es dDramaturga y escritora de ficción. Se crió en Gendt y estudió teatro y literatura en la Escuela de Artes de Utrech. Publicó Normale dagen (2005), De kleine miezerige god (2008), Superduif (2010), Dorst (Sed, 2012) y Roxy (2014), además de varias obras de teatro y guiones. En 2014 ganó el Premio Trienal Kellendonk Oeuvre. Sus últimas tres novelas fueron seleccionadas para el prestigioso Premio Libris. Sed, título que integra la colección Eduvim Literaturas, es su segunda colaboración en dicho sello, después de participar en la antología Narrar Ámsterdam (2013).
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