Hay muchas preguntas a las que jamás encontraremos una respuesta, quizá, porque no la tengan, o también porque nosotros mismos no somos capaces de encontrársela. En esa encrucijada es donde parece estar sumido el protagonista de esta historia de derrotas anímicas. Él que dedicó toda su vida a interpretar y reinterpretar la conducta del ser humano a través de la literatura, acabó, sin embargo, dibujando el retrato de la desesperanza en una huida hacia ninguna parte que sólo se puede saldar de una forma trágica.
Ese desentendimiento del mundo porque uno no es capaz de entender el comportamiento del hombre, es lo que auto condena a Stefan Zweig de un modo tan silencioso como turbador. Hay muchas miradas perdidas y soledad en los diferentes episodios de esta película, en los que su directora, María Schrader, nos proporciona una visión de los últimos años del escritor austriaco igual que si estuviésemos asistiendo a la pintura de un cuadro. Un cuadro abstracto si tenemos en cuenta que en apenas un prólogo, cuatro escenas, y un epílogo, queda dibujado el semblante de uno de los escritores más importantes del siglo XX. La directora, de una forma neutral, nos muestra la cotidianeidad teñida de desesperanza del Zweig perdido en la inmensidad de un mundo que, a él, sin embargo, se le quedó pequeño en su necesidad de huida de la barbarie. Ni el sol ni el calor ni la exuberante vegetación cercana a los trópicos, fueron suficientes para borrar la sensación de abismo que le provocaba Europa. De ahí, que si queremos adivinar algo más sobre el personaje al visionar este film, debamos de prestarle atención a las miradas perdidas de Zweig (interpretado por un sensacional Josef Hader), y a sus sonoros y llamativos silencios, como por ejemplo, el que se produce en la segunda escena cuando asiste en Buenos Aires al Congreso Internacional de Escritores, siendo él el único en quedarse sentado mientras el resto aclama la lista de escritores alemanes y europeos que han tenido que abandonar Alemania y Europa por la opresión nazi. Ante una mirada de perplejidad que denota una desconexión total con el resto, Zweig acaba levantándose y aplaudiendo como si en vez de ser un protagonista más de la escena, sólo fuese un mero espectador exterior impulsado por la muchedumbre.
En ese lenguaje de símbolos y signos al que nos somete al directora de la película, tampoco se nos debería escapar ese gran contraste de fuerza, solemnidad y colorido de las primeras escenas respecto de las últimas, pues las puestas en escena, en sí mismas, nos hablan de la magnitud contrapuesta que existe también fuera de Europa y de la formación de sus totalitarismos, respecto de la importancia de los gestos a la hora de difundir las ideas, pues así se nos antoja que sucede en la escena inicial del recibimiento de Zweig en Brasil, o en el anteriormente citado Congreso de Escritores en Buenos Aires (que nos recuerda a las multitudinarias concentraciones nazis para escuchar a Hitler). Un simbolismo, este, al que tampoco le faltan mágicas referencias a la obra del escritor austriaco, como sucede en la imagen de los caballos corriendo en el hipódromo que, más allá de la huida, traspasan la barrera de las imágenes para situarnos en los relatos en los que Zweig vierte su mirada precisamente sobre ese escenario. Esta magia, sin embargo, también se traspone en una oscura realidad a la que el protagonista no se muestra capaz de hacer frente, lo que vemos en la escena en la que su primera mujer Friderike Maria Burger von Winternitz (interpretada de una forma soberbia por Barbara Sukowa) le infiere la necesidad de que se complique aún más a la hora de expatriar a los amigos que aún quedan en Europa. En este sentido, Zweig siempre se siente interpelado por unos y otros, hasta tal punto que lo único que reclama para sí en medio de tanta barbarie, es una silla y una mesa donde poder escribir, y quizá, olvidar aquello que le oprime sólo por un instante. En este sentido, la rebeldía de Zweig es silenciosa, taimada e incomprendida en su contraposición con su obra, porque quizá, como le sucede a tantos y tantos artistas y escritores, nadie entiende que en el arte de la creación lo que cuenta es aquello que no se ve. Si nos atenemos al perfil que Maria Schrader hace del escritor, tenemos que convenir que ella se ha mostrado sumamente escrupulosa a la hora de mostrarnos a un Zweig subido en un pedestal, más bien al contrario, asistimos un tanto atónitos a un descarnado retrato de la desesperanza cotidiana de un gran escritor, que se muestra tan perdido como el mundo en el que vive. Esa desnudez fílmica de la imágenes, sin duda, alcanza su zénit en un magnífico plano secuencia final, cuya puesta en escena es sencillamente magistral, y en la que aparte de asistir a la muerte del escritor y su mujer, somos plenamente conscientes del poder que en sí mismo tienen la imagen, y una vez más, los símbolos que le acompañan. No se nos podría haber mostrado un final de una forma más portentosa y reveladora de todo aquello que hemos visto antes: los silencios, las miradas perdidas, la perplejidad, y la necesidad de seguir huyendo.
Cuando somos incapaces de destruir a los monstruos que nos acompañan de una forma perenne, debemos aprender a convivir con ellos, una estrategia que sin embargo no siempre es posible llevar ala práctica, sobre todo, para aquellos que lo han tenido todo en su vida. Esos miedos en forma de ecos perdidos de la barbarie nazi son los que están siempre presentes en la película. A Zweig no le hace estar caminando por las calles de Berlín para sentir el ruido de las botas de los militares alemanes tras su espalda y el miedo que ellas le producen para sentirse bien consigo mismo. Con apenas 60 años Stefan Zweig puso fin a su vida junto a su joven mujer Lotte Altmann en una casa perdida de una no menos perdida ciudad de Brasil. Allí donde nadie había ido a buscarle para ajustarle cuentas por ser judío, y donde nadie, salvo él mismo, había tirado la toalla en esa cruente batalla que el mundo liberó contra la barbarie que acompañó al nazismo hasta su derrota.
Stefan Zweig, Adiós a Europa, es el retrato silencioso y demoledor de una huida al interior de un abismo del que el escritor austriaco no supo deshacerse, y que en esta película, nos es mostrado tan desnudo como alejado de la grandilocuencia de la época en la que se desarrolla, pues no subyace en la misma sino una intención de mostrarnos el mudo eco del retrato de la desesperanza.