Un suelo blanco e impoluto. Un techo negro moteado de fluorescentes que, en vez de estrellas, se asemejan a lágrimas luminosas que cuelgan de una, inexistente ya, cúpula de los deseos. Y una línea diagonal imaginaria que se comporta como una goma, también imaginaria, que les sirve a los actores de unión y lejanía de sus cuerpos, de su rabia, de su desamor…
Dicen que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, pero en este caso, esa línea se ha inclinado por la omnipresencia del miedo que producen las rupturas. Verbo alto frente al miedo. Fuerza sin épica. Desamor exento de valor. Alegorías de una noche que no quiere ver más veces el mañana. Filosofía del desamor desnuda del poder de la magia del propio amor: ausente, herido, perdido… Lo primero que habría que advertir de este montaje es la férrea postura de su carácter dialéctico, pues es mediante las palabras —con las que se construye esa barrera teorizante de un amor dialéctico—, a través de las que se nos instala en el abismo de las habitaciones vacías. La clausura del amor de Pascal Rambert es un texto obsesivo que se nos presenta en forma de monólogo; un monólogo que se disecciona en dos, como tantas veces ocurre en la vida: el primero de ellos es el utópico, que representa muy bien el actor Israel Elejalde; y el segundo es el más humano que defiende como una heroína Bárbara Lennie. Así, desde este despiadado juego de las verdades y mentiras unidireccionales, como también lo son los recuerdos, se intenta buscar la incomodidad del espectador, pues quizá no haya nada más sórdido que ser testigos directos de una ruptura, sin embargo, con el paso del tiempo y del parlamento inicial, vamos percibiendo que ese despellejamiento está sustentado en un texto utópico sobre el amor. Texto teorizante que, en no pocas ocasiones, parece una tesis doctoral sobre el asunto. Y aquí, dejándonos llevar por nuestros recuerdos vamos en busca de Edward Albee y su brillante ¿Quién teme a Virginia Woolf? —inolvidables en su respectivas interpretaciones tanto Elizabeth Taylor como Richard Burton—, o de la misoginia punzante de los textos de August Strindberg, sin olvidarnos de la crudeza de Sam Shepard en su obra Locos de amor, porque quizá, al texto de La locura del amor le haría más víscera no verbal, pues no se trata únicamente de elevar el tono de la argumentación, ya que hoy en día, así no se puede conseguir que los demás te den la razón. Menos mal que en la segunda parte de la función, en el parlamento defendido por Bárbara Lennie, aún queda espacio, por parte del autor del texto, para darle cabida al mundo real, ése que transcurre bajo la carcasa —de la piel, de las venas y de los huesos— a la que se hace referencia en varias ocasiones a lo largo de la obra, pues ésa, sin duda, es la gran fragmentación de la función —junto con los larguísimos monólogos—, la barrera de las palabras que impregnan al texto de una cierta lejanía, porque La clausura del amor, así a secas, es precisamente eso, la construcción de barreras a través de las palabras del desamor.
No obstante, en esta representación, las barreras no son sólo dialécticas, pues en ella, como en la vida, existen multitud de muros que nos impiden llegar a esa ansiada y neurótica libertad —por cómo la buscamos siempre—. Es verdad que en la obra esas barreras no existieron, ni en el montaje español ni en los otros, a la hora de elegir a sus actores, si exceptuamos al primero de ellos en el Festival de Aviñón del año 2011, cuando los intérpretes eran pareja en la vida real, y como hasta hace poco lo eran Bárbara Lennie e Israel Elejalde, pues ese es un bulo que ha querido desmentir el autor del texto, Pascal Rambert, que, además, en una entrevista ha declarado que el texto en español fue el que más le gustó de todos los llevados a escena hasta el momento. Quizá, porque esa verbalidad tan pasional de nuestro idioma, mantiene una estrecha relación con la virilidad sonora de nuestras palabras, siendo de esa virilidad, de la que se sirve desde el inicio Israel Elejalde —Isra en la voz de Bárbara—, para devastar, con su discurso, una historia de amor que huye de los recuerdos, de la pasión, de la piel, del amor…, buscando en su huida una y mil excusas, todas ellas contundentes, irrefutables, demoledoras…, hasta que escuchamos a su oponente, pues el escenario se asemeja demasiado a un ring en el que uno y otro primero da, para más tarde recibir, pero como en todo, en el arte de dar y recibir siempre hay categorías y estrategias. La de él, es la del verbo alto, la del sólo mirar hacia adelante, la del suelo blanco impoluto como blanco impoluto es el blanco de su camiseta; un blanco níveo que, por cierto, nos deja fríos, pues no somos capaces de ponernos en su lugar por mucho que lo intentemos. Bien es cierto que el registro verbal —alto e impúdico— de Israel es inmejorable, pues su dicción es perfecta a lo largo de cincuenta minutos —no le ocurre lo mismo a Bárbara que al final pierde fuerza en su voz—, pero no adolece de ello su lenguaje gestual, que es igual de impetuoso, pero no tiene tantos matices como el de Bárbara, sin duda, la actriz española que mejor representa la capacidad de crear ambientes y atmósferas que son como una tenue niebla que se posa delante de nuestros ojos sin apenas darnos cuenta. Frente a él, ella, la parte más real, más cercana y colectiva, pues el discurso de Israel es tan individualista que hace daño, aunque no nos demos cuenta de ello, pues es difícil en ocasiones acoplar tanta fuerza en apenas unos segundos. Pero a su lado, más cerca de lo que parece, y más serena, más fuerte y débil a la vez, se encuentra Bárbara, que de una forma más sencilla y natural, nos devuelve la esperanza en el ser humano y la esperanza en el amor, porque construye su discurso desde el vacío que él la ha provocado. Un vacío que su inteligencia emocional desdobla y le permite rellenar con recuerdos, con las verdades que ha vivido al lado de él, con el sexo, con los hijos, con el amor… En este sentido, el monólogo de ella es mucho más rico en ese contacto de piel contra piel del que tanto necesita el amor, y por ello, es mucho más real, a lo que sin duda contribuye una mayor capacidad por parte de Bárbara Lennie de proporcionar con sus gestos y movimientos que nos situemos más cerca de ella, a su lado, porque como una heroína de la antigüedad, se levanta de sus propias cenizas, y lo hace con la única misión de derribar las barreras que él le ha ido construyendo a su alrededor. El grito de libertad por parte de ella es uno de los más desgarradores a los podemos asistir encima de un escenario; un escenario y una historia que también se ha llevado por delante a sus protagonistas, convirtiendo al teatro de este modo, y de una forma cruel y caprichosa, en un trasunto pernicioso de la propia vida, quizá, porque en demasiadas ocasiones sólo somos capaces de construir barreras a través de las palabras del desamor.