Alguien ha dicho, creo que acertadamente, que la grave crisis económica que asola los mercados internacionales no es tanto una crisis económica sensu strictu como una crisis del Humanismo, esto es, una crisis de criterio racional, de educación del sentido común...
Hablando de Historia, una figura del Barroco español podemos decir que ha sido paradigma de una situación similar a la económica habida hasta hace bien poco, tan boyante como falsa. Hasta tal punto que, en pleno desarrollo imperial de España, la pobreza era marchamo de su realidad social: nos referimos a la figura del Hidalgo.
Muchos autores han reparado en esta figura socio-cultural, pero acaso Quevedo haya sido quien lo abordó de una manera más cruda y, a la vez, más divertida. Fue en su libro La vida del Buscón. Veamos.
Puesto que nos referimos a una novela picaresca, el personaje del Hidalgo ha de ser presencia forzosa, y ello por dos razones: de un lado porque el pícaro como tal adquiere su carácter por comparación con el hidalgo, al que el pícaro sirve o hurta según la circunstancia y situación. De otro, porque ¿quién resulta a veces ser el pícaro sino el propio Hidalgo venido a menos? Vayamos al texto:
“Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce… Veme aquí v(uesa) m(erced) un hidalgo hecho y derecho, mas, sepa al punto que, a mi entender, no puede ser hijo de algo* el que no tiene nada”
y, a continuación, enumera algunos de sus infortunios:
“He vendido hasta mi sepultura por no tener sobre qué caer muerto… Solo el don me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad de él”
¿Por qué habrá elegido Quevedo presentar esta, digamos, variante de Hidalgo, el Hidalgo pobre? Probablemente por su ‘grafismo social’, toda vez que era un tipo muy bien definido y asentado en la sociedad barroca, y por su importancia numérica, reflejo de la crisis económica. Esto es, por su importancia sociológica y porque estos hidalgos son los que han proporcionado al realismo español los ejemplares más típicos.
El Hidalgo como clase social (formaba, junto con los Grandes y Caballeros, el estamento de la nobleza) tiene una definición muy clara, constituye, según Pfandl, una suerte de nobleza inferior, la nobleza de cuna, y se compone de una doble procedencia: de las antiguas familiar, por una parte, que recibieron el título de nobleza por méritos adquiridos en la guerra de la Reconquista, y de las nuevas generaciones por otra, que, en tiempos de los Austrias, recibieron la ejecutoria de nobleza por motivos y merecimientos de muy diversa índole. Y explica: “estos Hidalgos solían ser los poseedores de aquellos esquilmados y rumbosos mayorazgos que arrastraban penosamente los últimos restos de un pasado esplendor y dan, durante varios siglos, la resultante de Hidalgo, tan altivo como pobre” Por su parte, el profesor Domínguez Ortiz precisa aún más: “los hijosdalgo cantábricos –y tal sería el caso del protagonista quevediano- o se habían resignado a una vida que poco se diferenciaba de la de sus convecinos los plebeyos, o marcharon a Castilla y a los países del Imperio a navegar, a comerciar o a ejercer oficios de paz y guerra”.
Es un hecho que, si bien la nobleza era una cualidad única e indivisible –aunque se distinguieran varias categorías de noble según su fortuna- los hidalgos constituían el proletariado; vivían de modestas fincas campestres, de pequeñas rentas; a veces, incluso, del trabajo de sus manos. Y no pocos se vieron reducidos a una orgullosa mendicidad satirizada por la literatura de la época.
En cuanto a la procedencia de origen, la distribución geográfica de la nobleza castellana es de señalar que presentaba, aproximadamente, la misma disposición en bandas según los paralelos que otros hechos de orden histórico-social; esto es, traducía las condiciones en que se hizo, de norte a sur y con gran lentitud, la Reconquista del país. Lo que aúna, implícitamente, posesiones por hechos de armas (y, quizás, por ello, derive de ahí el que algún historiador sostenga todavía aquella frase lapidaria de que “no hay escudo de armas que no esté manchado de sangre”).
Según un cálculo estimativo, de 1300000 familias que había en Castilla al finalizar el siglo XVI, 137000, o sea, más de la décima parte, eran nobles. De ellas, la máxima concentración se hallaba en las provincias cantábricas; y en dos de ellas, Guipúzcoa y Vizcaya, toda la población reclamaba tal cualidad, de forma que bastaba, por ejemplo, acreditar ser de Vizcaya, por ejemplo, para gozar en toda España de sus privilegios. En Santander y Asturias se consideraba noble la mitad de la población, y era en Galicia y la cuenca del Duero donde bajaba mucho la proporción, si bien se mantenía elevada. Ha de entenderse, no obstante, que toda esta nobleza norteña era de Hidalgos, con muy escaso número de Caballeros y títulos**.
La necesidad forzaba a muchos a trabajar con sus manos, y todas las explicaciones y subterfugios no bastaban para justificar un hecho tan discordante: los teorizantes, basándose en el arado de Cincinato y otros precedentes clásicos, sostenían que la agricultura no degradaba, pero ¿cómo explicar la existencia en la Corte de una multitud de cocheros, lacayos y aguadores cuya hidalguía de sangre era indudable? Esta situación desazonaba a los defensores de la nobleza por lo que desacreditaba a todo el Estado; pero no atreviéndose a negar que aquella cualidad era inalienable, no hallaban otra salida que declarar que, aunque existente, se encontraba como en suspenso mientras sus portadores se encontrasen en tan degradantes circunstancias, lo que equivale a proclamar la crisis económica como telón de fondo.
Se consideraba, para ser tal, que el Hidalgo, dado el valor social del dinero en la época, había de tener necesariamente un mínimo de renta como sustento material que, hacia 1600, ‘no podía calcularse en menos de unos 6000 ducados anuales (Quevedo, por contra, hace decir a su protagonistas “que, por la bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pié de 4000 ducados de renta” Escasa renta para lucir su nobleza).
El pretexto social de una renta solvente es real hasta el punto de que una polémica vigente pretende no solo desligar los conceptos de riqueza e hidalguía, sino contraponerlos como dos maneras posibles de concebir la sociedad y el mundo. Y es que hubo ciertamente muchos Hidalgos, no meramente pobres, sino reducidos a la mendicidad, sin que por ello abdicaran de sus fueros y mentalidad de privilegiados. Es lo que nuestro autor recoge en su texto de una manera tan cruda como descriptiva refiriéndose a un comportamiento social determinado:
“Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta, y más remiendos que una pía, y más manchas que un jaspe, y más puntos que un libro de música…”
En cuanto a su evidente pobreza y necesidades, bástenos algunas muestras, a saber:
“que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire, y las más veces sorbimiento, cosa de sustancia y ahorro”.
O bien.
“No se desnudaron los más que, con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros”.
Y, en cuanto al comer:
“yo me voy –dice uno- a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche”
para concluir,
“todos los que me veían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos, no erraran”.
Sería innecesario, es cierto, recordar aquí que el texto quevediano corresponde a una novela de ficción donde la sátira predomina como reflejo de una realidad social; ahora bien, ¿no sería un error, a su vez, ignorar su valor documental (y testimonial) antes que los tiempos que corren, ahítos de falsa apariencia, emulen aquellos otros con fruición?
A saber.
NOTA: Los textos de Quevedo aquí citados han sido recogidos de la edición de El Buscón preparada por el profesor Lázaro Carreter, Salamanca, 1965
Ricardo Martínez-Conde
Licenciado en Historia, especializado en la relación Historia-Literatura.