La pulsión narrativa de Thomas Wolfe es intensa como un rayo perdido en la noche, lírica como un verso robado al mejor de los poetas, y memorable y melancólica como una combinación de whisky y láudano a partes iguales. Y, sin embargo..., su forma de escribir nos habla, sobre todo, de la insatisfacción, de la búsqueda de algo de luz en la oscuridad, de la infelicidad de un espíritu atormentado.
Las palabras, en ocasiones, se vuelven en el peor potro de tortura para quien las escribe y también para quien las lee, y, sin embargo…, su poder de hipnosis es tan fuerte como la más potente de las drogas. Es muy difícil salir ileso del universo creativo y literario de Thomas Wolfe y de esas descripciones infinitas (véase la del inicio de la novela corta El niño perdido, o la del inicio de la también nouvelle Especulación), teñidas de una tensión poética prodigiosa, única, envolvente y soñadora como pocas veces podremos leer. No es baladí que Jack Kerouac dijera que algún día le gustaría escribir algo parecido a la novela El niño perdido, antes mencionada, y que la tildara de obra maestra, o que Faulkner dijera que era el mejor escritor de su generación, posicionándose él, a su vez, en segundo lugar. Nada es mesurado ni calculable en este prodigio de las letras que era incapaz de dejar de escribir tal y como nos muestra la película El editor de libros. Apenas había tiempo y espacio en su vida para un pequeño chapoteo de sus botas en el agua del mar mientras miraba embelesado el horizonte, para que todo comenzara a fluir dentro de su cabeza a un ritmo endiablado, como endiablado era el carácter de un escritor encerrado en sí mismo y en su mundo. Egoísta y narcisista hasta la enésima potencia, y, sin embargo…, tan cercano al alma humana, pues pocos como él han llegado a describir aquello que los demás no ven, pero que una vez que saben que existe, ya no pueden pasar sin ello o sin el recuerdo que les produce cuando lo leen. Este mago de las letras, indagó en la parte oscura del ser humano y la desgranó para todos nosotros, para que supiéramos definirla con sus palabras. ¿Entonces por qué nos extrañamos tanto del histrionismo de Jude Law en su papel de Thomas Wolfe en El editor de libros? En demasiadas ocasiones, muchas más de las que nos imaginamos, hay una clara disfunción entre el artista y la persona, y éste, es un claro ejemplo de ello. Después de leer su prosa, nadie se imagina a un prestidigitador de la letras como Wolfe abandonado al ímpetu de su prosa, las mujeres y el alcohol, en un papel más cercano a un músico de jazz que al de un escritor, pero es que él era eso: un jazzista de las letras, de estilo libre e improvisación constante que, sin embargo, era capaz de crear grandes obras literarias. Su portentosa memoria, sin duda, le ayudó mucho a la hora de realizar sus majestuosas descripciones, y la figura del padre ausente (de los 6 a los 16 años vivió a solas con su madre, en una vivienda que ahora se ha convertido en lugar de peregrinación literaria en su Asheville natal), que tanto le marcó. De sus pasos por las universidades de Carolina del Norte y Harvard datan sus primeras tentativas como dramaturgo y su fracaso como tal, lo que le llevó a decidir a ser novelista. Su primera novela importante es El ángel que nos mira (1929). Al año siguiente, en 1930, Sinclair Lewis, Premio Nobel de Literatura de ese año le cita en su discurso al recibir el premio. Su segunda novela larga se editaría en el año 1938 (Del tiempo y el río), el año de su muerte en el Hospital Johns Hopkins en Baltimore a causa de una tuberculosis miliar que le inundó el cerebro de tumores.
El editor de libros no abarca toda su vida, sino aquella parte que comienza con la relación con el editor jefe de la editorial Charles Scribner’s Sons, Maxwell Perkins, cuando lee el famoso inicio de su novela El ángel que nos mira: «una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas». En esa cadencia inicial ya va implícita la última intención del autor de la misma, que no es otra que la intención de atraparlo todo, como en el mejor de los microrrelatos, sin definir nada, pero sugiriéndolo todo. El mundo está en mis manos, parece decirnos Wolfe en el inicio de su novela. Sin embargo, la película de Michael Grandage tiene ese tono amargo del descubrimiento de la personalidad del autor, al que Jude Law intenta dotar de ese fatal entusiasmo y de una verborrea incontenible de la que no siempre sale bien parado. No obstante, y a pesar de que el film retrata la relación entre el escritor y su editor, el verdadero protagonista de la misma es Maxwell Perkins, interpretado por un Colin Flirth contenido y que es el perfecto contrapunto de la balanza del universo un tanto alocado de Wolfe, sin duda, la luz entre las tinieblas del narrador, pues gracias a él, hoy disfrutamos de la capacidad artística del escritor de Asheville en su justa medida, por mucho que en un momento de la película, Perkins se pregunte: «¿realmente mejoramos los libros o los hacemos diferentes?». En este sentido, la película está tratada con suma pulcritud en cuanto a su desarrollo, fotografía y concepción, muy en la línea de un director de teatro como Grandage, ya que la misma se desarrolla en muchas ocasiones en espacios cerrados y mediante escenas muy arquetípicas del mundo teatral (véase por ejemplo donde Nicole Kidman se despide de Jude Law), aunque también posee esos pequeños trazos más libres y poéticos cuando el director nos presenta a Wolfe en la playa, o cuando el escritor le enseña a su editor el primer piso en el que vivió en Nueva York mientras le relata las pulsiones que le producían la vista de la ciudad y sus rascacielos en plena noche desde la diminuta terraza del apartamento. Entre esa grandilocuencia de imágenes y palabras, vamos asistiendo a un proceso, en buena medida, destructivo del artista, que sólo es atemperado por un editor que sabe manejar a la perfección los desajustes líricos y personales de un Wolfe aislado del mundo y perdido en sus propias conjeturas y demonios. Aquí, Maxwell se alza como el perfecto editor, pero también como el leal amigo y el incansable padre que necesita de un hijo con quien compartir sus más íntimos pensamientos. Ese es el punto fuerte de una película muy literaria si se quiere, pero tremendamente esclarecedora respecto de los límites a los que se enfrentan los creadores, y las consecuencias que sobre éstos conlleva traspasarlos sin ningún tipo de medida. Alguien que no conoce más reglas que las suyas propias, puede ser inmensamente generoso, pero también cruelmente injusto, y esa faceta queda muy bien reflejada en una película que nos muestra muchos de los aspectos que nunca se tocan dentro del ámbito literario. En contraposición a ellos, sobresale la difícil situación de la persona amada, que esta vez, encarna una inconmensurable Nicole Kidman, muy superior en cuanto a su actuación respecto de sus dos compañeros principales del reparto, pues escenifica como nadie esa nítida contención de la derrota y de la pasión por el alma del artista que se pierde en la persona. Un matiz que también entra en conflicto cuando la narración acoge la relación de Thomas Wolfe con Fitzgerald.
El editor de libros es de ese tipo de películas que dejan la huella de todo aquello que rodea al artista y que no se ve. Es una película de interiores, de detalles, de afrentas y reencuentros, y como no, de reconocimientos, aunque éstos sean tardíos, como el que el propio Wolfe hizo con su editor en la carta que le escribió poco antes de morir, sin duda, en ese último claro del cielo del que disfrutó entre la tormenta que se cernía sobre sí mismo, igual que hace la luz entre las tinieblas.