El teatro, en sí mismo, es símbolos y metáforas, gritos y ecos, reflejos y sombras, vida y muerte…, y así fue como lo vivimos y sentimos ayer en la Sala Tribueñe de Madrid, donde de nuevo se conjugaron el valor de la palabra, las luces y las sombras y esa última necesidad de seguir expresando los sentimientos del ser humano de una forma intensa y sin más artificios que los del buen teatro, entendido éste como un ejercicio nuevo de sublimación del ser humano.
El corazón entre ortigas es una excelente aproximación a los dramas que desgraciadamente siempre se repiten y, es en esa eterna condena, donde se encuentran depositados el extraordinario elenco de actores de esta obra de teatro que, por más que se la tilde como de mero laboratorio, ya tiene mucho avanzado para llegar a ser un gran montaje teatral, aunque ya lo sea. Esa expresión de dolor que, como una foto fija nos acompaña desde que entramos en la sala de la mano de los actores y sus impenetrables rictus, no nos deja pensar en otra cosa que en la gran capacidad expresiva existente sobre el escenario. Un mapa del terror que sólo es amenizado, a modo de entremés, por una simpática, extrovertida y dicharachera Nereida San Martín, cuando se lanza a la búsqueda de más adjetivos: «lo más granado de la inteligencia», «¡caballero, caballero, qué elegancia!», «¡qué público tan singular…, qué ingenio, qué belleza…!». Esa especie de vuelo o movimiento sobre la silla que acompañan a la actriz, no hacen sino ejercer de faro sobre la tragedia de ese corazón entre ortigas que sangra, se duele y se seca por la barbarie.
Para llevarnos más allá de ese agujero negro, está el héroe y su palabra, un David García poderoso que representa el poder de la palabra, pero también a la vida, pues se erige como el albacea de tantos y tantos seres humanos y su sufrimiento. Él es ese faro tan necesario en la oscuridad que, en este caso, deviene en testigo de las tragedias que se acechan sobre todo un pueblo: «sólo por el arte soy capaz de este sacrificio». Este álter ego de Carlos Morla Lynch, que trata de compensar la desgracia de la guerra y la muerte de todos aquellos que pueden ser asesinados por el cielo, sin embargo no acepta esa realidad que es la muerte del poeta (García Lorca), lo que parece anunciarnos ese último sentido del arte y su belleza, que es tan quebradizo que se resquebraja como el pétalo de una flor por el viento huracanado, convirtiéndose no sólo en mártir, sino también, en el símbolo de la plenitud de la creación sobre la barbarie, y de su supremacía sobre las banderas y las fronteras. El hombre nace libre y libre quiere seguir siendo hasta su muerte, de ahí, esa lucha sin final por la libertad. Como nos dijo Cervantes: «la libertad sin dignidad no existe».
El corazón entre ortigas, de Paco de La Zaranda, es luz y oscuridad, grito y eco, como ya se ha dicho, pero también es un magnífico ejercicio de introspección sobre la búsqueda de la propia identidad del ser humano, y de dirección actoral. Magnífico reparto con el que cuenta esta obra de teatro. Todos y cada uno de sus actores te llegan y te hacen sentir ese dolor, esa angustia, esa última necesidad de vida y esperanza. Sólo por destacar a uno de ellos, cabe resaltar, sin duda, el desgarro, la expresión de dolor y la interpretación de la tragedia de Inma Barrionuevo, que lo hace tan bien y te conmueve de tal manera, que no llegamos a distinguir entre ficción y realidad. Pero esta obra de teatro también es música y sonidos, ecos y zumbidos que llenan los huecos de nuestra alma, y la acunan, y la despiertan, y la alertan a través de las manos de Helena Fernández cuando toca el piano o con las voces de José Miguel Baena y Nené Pérez-Muñoz.
Tampoco se nos debe olvidar que el teatro es texto, en este caso, el de Eusebio Calonge, que juega y conjuga las múltiples expresiones de las barbaries a las que se enfrenta el ser humano: «las estatuas tiene voz de agua y a ti no te siento», de una forma muy acertada, pues son el vehículo perfecto que nos conduce hasta el corazón de la tragedia. Poesía teñida de negro: «los recuerdos son la vida que se fue viviendo», pero también de grandes sentencias: «aquí el que no pierde la vida, pierde la cabeza», o cuando nos recuerda que: «los hombres son como los perros, una vez que prueban la sangre no se sacian». Sentencias universales que se abalanzan sobre nosotros como alegorías en forma de expresiones de horror o pánico a través de las expresiones de los actores que nos arrastran a sus particulares intrahistorias para hacerlas también nuestras. El corazón entre ortigas es sin duda un juego de contraposiciones donde la vida o la muerte, los vivos o los muertos se lanzan a una danza macabra en la que sólo los distinguimos por estar calzados o descalzados. Triste, pero necesario, ese último homenaje a la dignidad del ser humano que nos es transmitido por el héroe y su palabra.