Todavía recuerdo cuando, apenas comenzada El nombre de la rosa (1980), el novicio Adso se quedaba absorto ante la portada de la capilla de la abadía. En aquella sucesión de figuritas sobre las arquivoltas, rodeando a la divinidad de su tímpano, el jovenzuelo hallaba prefigurada minuciosamente la gloria a la que aspiraba su alma tras la muerte. Al reproducirnos estas ensoñaciones del frailecico, Umberto Eco deseaba transmitirnos la mentalidad dominante durante el Medievo, donde lo icónico se había impuesto arrasadoramente sobre la palabra escrita; circunstancia capital para entender la época. Y tal vez porque la había orillado en “La Edad Media ha comenzado ya”, primera de las ponencias recogidas en el tomo La nueva Edad Media (1974), le urgiese exponerla con el detenimiento con que se explaya en este singular pasaje novelesco.