Como todo el mundo sabe, existe un complot en marcha para acabar con la literatura. Cada uno de los actores implicados en el drama (escritores, editores, críticos, periodistas, lectores) le da su puñalada, por riguroso turno, como en “Asesinato en el Orient Express”. Además, hay quien piensa, caso de Luisgé Martín, que el progreso tecnocientífico podría convertirla en una actividad periclitada y prescindible en un beatífico futuro transhumanista. Sostiene nuestro autor en su provocador e inteligente ensayo, “El mundo feliz”, que si los avances en cibernética, neurología, genética e inteligencia artificial permiten a los ciudadanos del mañana vivir en un mundo indoloro, tal vez las obras maestras de la literatura resulten incomprensibles e indescifrables para esos benditos habitantes de futurolandia (los Eloi de H.G. Wells, más o menos) y nadie las necesite ya para rumiar o gestionar su angustia o su frustración. Así, la vieja catarsis aristotélica sería devorada por una versión avanzada de ChatGPT combinada con un buen cóctel de psicofármacos y tal vez algunos implantes.