Quizá les extrañe el título, pero así fue; durante algunos años de mi vida la
Biblioteca Nacional se convirtió en mi socorro y hasta en el aliviador cobijo contra mis estrecheces. Era entonces su director
Luis Alberto de Cuenca, a quien debo —aunque él ahora ni lo recuerde— el carnet de investigador que renuevo de tanto en tanto y que en aquellos días resultó el visado imprescindible para ganarme el sustento.