Durante los dos años que hemos estado sometidos a esta pútrida epidemia, hemos ocupado muchos ratos sueltos especulando en cómo sería el porvenir cuando hubiese desaparecido —o al menos, cuando hubiese quedado reducida a una infección habitual, como la gripe o como cualquier otra de esas enfermedades estacionales y más o menos controladas—; pero, de pronto, ha estallado la guerra en un extremo de Europa; más allá de la Besarabia, en las inmensas llanuras del Dniéper, y ha borrado, como si fuese un estruendoso sortilegio, a la Covid-19 de nuestras mentes; por más que en nuestros hospitales siga matando a un centenar de personas por día.