El mes de mayo, en Madrid, me ofrecía dos citas que le daban un timbre espléndido sobre cualquier otro del año y que me despabilaban del paso anodino de las semanas, por más que estas se empeñasen en distinguirse con alguna patarata política o con un estruendoso notición futbolístico: la isidrada y la feria del libro de viejo. Ambos acontecimientos traían para mí, sobre lo festivo, algo singularmente intrigante.