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Ángel Silvelo

19/10/2024@12:12:00
El tiempo, en ocasiones, se convierte en una balsa sobre la que flotar a través de los recuerdos. El pasado visto de esta forma es un remansiño de paz que busca lo que otrora nos hizo felices y, por ello, regresamos a él en busca de aquellos acontecimientos en principio triviales y que sin embargo reposan en nuestra memoria de una forma indeleble. Y si lo hacemos es para alzarlos a la categoría de mitos. Mitos de una vida trazada con mano temblorosa, lo que no impide que los veamos con firmeza o los hayamos experimentado con la fuerza más poderosa del mundo.

De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos.

«Acojamos el tiempo tal como él nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea.

El viaje como búsqueda, exploración y encuentro. El viaje como esa última meta de aquello que una vez soñamos, intuimos y anhelamos. El viaje como punto de encuentro infinito y perdurable por lo que tiene de ensoñación y deseo de todo aquello que al menos una vez necesitamos que se hiciese realidad. El viaje, como punto inicial y final de nuestras vidas.

Atravesar fronteras y espacios. Fronteras de lenguas y esperanza. Del recuerdo de los tuyos que dejaste atrás. Espacios de costumbres y vida. De objetos y lecturas. De libros que no volverás a tocar, y de poemas que nunca más leerás. Apátrida de vicios y virtudes. Rehén del olvido. En esa angosta tierra de nadie Agota Kristof da testimonio de lo vivido y sufrido desde su infancia en Hungría a su vida final en Suiza.

¿Por qué nos miente el tiempo? ¿Por qué nos engañamos cuando queremos atrapar el pasado cuarenta años después masificándolo de detalles que nunca existieron? ¿Por qué no somos capaces de mirarnos al espejo y decir: basta? Simular una vida perdida en un pasado lejano y reconvertirla en algo que seguro nunca existió, adornándolo como si fuese un árbol de Navidad cuyas luces no lucen ni brillan, es una gran falacia.

Jane, impregnada por esa luz que nada más emiten los genios. Jane, espíritu libre en busca de una felicidad que, para ella, estaba hundida en una Atlántida imaginaria. Jane, como esos dioses perdidos que deambulan por el mundo sin llegar a encontrarse del todo. Así era Jane, fiel a sí misma y nómada existencial y existencialista que se lanzaba sin miedo al abismo de la vida. Vida entrecortada por la pasión y la literatura. Una pasión que, para su desdicha, devino en la dependencia del alcohol y la magia negra de Cherifa, lo que la destruyó joven, muy joven.

¿Cuál es la imagen del instante en que sin darnos cuenta nos enamoramos de la persona que creíamos que sería nuestra pareja para el resto de nuestra vida, o cuál es la primera vez que nos dimos cuenta de que aquel instante cayó difuminado por el tiempo y la convivencia? El amor siempre como tabla de salvación, pero también como fosa común de la lucha entre parejas. El amor como derrumbe y final. El amor como empalizada que construimos entre el nosotros y el yo.

Los Pessoas que Ricardo Ranz despliega en este libro son dibujos con alma propia. Existen muchos Pessoas en el mundo, pero sin duda, los del artista leonés son algunos de ellos. Saltando, bailando, con paraguas, suspendido del aire, derrochando tinta, con el alcohol y el tabaco teñidos de un color que resaltan cada una de sus ilustraciones.

Hay algo que siempre se nos escapa en aquello que vemos. Ese reflejo que nos devuelve la luz en todo lo observado. Un reflejo que funciona como un espejo que nos divide la realidad en dos: la experimentada y la soñada. Una dualidad que nos produce un lirismo que deambula entre ausencias y presencias. La ausencia de los personajes que observan aquello que no es mostrado, y la presencia de un universo repleto de objetos. Cotidianos. Grandes. Pequeños. Desgastados. Olvidados.

El tiempo lo difumina todo. Las ganas de vivir. La curiosidad. El amor… y la búsqueda de las palabras. Como nos dice la escritora francesa Delphine de Vigan: «Hablar es una manera de luchar». Sin embargo, el intrínseco contrasentido de esta frase se halla en que toda lucha, antes o después, conlleva la derrota. Del ánimo. Los recuerdos. Las ilusiones. Y la fidelidad a uno mismo. Y de ahí, la importancia de las palabras, por su poder de transmisión: de estados de ánimo, de conocimiento y, sobre todo, de sentimientos.

Las relaciones entre artista y musa siempre han dado mucho que hablar, pero si nos atenemos sólo a esta premisa no habremos entendido la sentida actuación de María Giménez de Cala en el papel de Elizabeth Siddall, la mujer que aparece sumergida en el famoso cuadro prerrafaelista de Millais, Ophelia, y que dijo: «El amor de una mujer nunca es breve».

¿Puede el alma humana apoderarse del mundo? ¿Ponderar la tragedia y asirse a la felicidad esquiva que se pierde con el sueño y la noche? Atrabiliarios dulcificados con el poder de los versos. Palabras que suman con la nostalgia de los que miran el tiempo del ayer desde el hoy que siempre desconcierta. No hay nada mejor que andar cerca del abismo.

Como dice el autor de este literario libro de viajes: «Soy consciente de que escribir es fracasar. Las palabras son siempre insuficientes, inadecuadas. Nos dejan a mitad de camino porque no son capaces de llegar hasta el final». Quizá, por eso, viajar consista en atravesar fronteras. Constructos mentales más que físicos que arrancan de nuestro acervo cultural y que están ahí para ser derribadas. Y eso es lo que hace Hilario J. Rodríguez en este caluroso y fulgurante acopio de experiencias viajeras por Centroamérica en el verano del año 2016. Experiencias que siempre van muy bien acompañadas de cine y literatura, y sobre todo, de la memoria. Memoria propia y universal que ejerce como un cabo al que sujetarnos de la marea del viaje y las olas de su fuerza. De ahí que, para observarlo todo, no haya nada mejor que comportarse como un astronauta perfecto capaz de seguir el ritmo sincopado del mundo.

Algo cambia cuando en la frontera de la muerte una luz, inesperada, nos muestra el camino de vuelta hacia el mundo de los vivos. Un no final que nos obliga a concebir la vida de una forma distinta, por esa innata fuerza que tiene la determinación de la supervivencia. Nada es igual tras esa experiencia que nos recuerda la debilidad de nuestras determinaciones y, sobre todo, de nuestra existencia.