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Ángel Silvelo

10/02/2025@19:19:00
La literatura centroeuropea de principios del s. XX está copada por grandes escritores. De Stefan Zweig a Thomas Mann, o de Walter Benjamin a Sándor Márai, sólo por poner unos ejemplos. Todos ellos representan esa desazón que se hiso dueña del paso del s. XIX al s. XX. Un quiebro del destino de los que la literatura ha dejado muchas huellas en las que buscar los porqués de los cambios políticos, económicos y sociales que ocurrieron en esos años. Y del destrozo que causó una inconclusa Primera Guerra Mundial que conllevó la no menos fratricida Segunda Guerra y determinaron y marcaron, sin duda, el alma creativa de los artistas que las sufrieron y vivieron.

La literatura, en ocasiones, se comporta como ese río de la vida que nos conduce a lo largo y ancho de experiencias y sensaciones que se escapan de nuestro control y nos relegan al mundo de lo inesperado, por incierto, indefinible o sublime, Y es ahí, donde las palabras se consuman en llamas que arden dentro de nuestro cuerpo; una iluminación del alma que se escapa por las rendijas de la memoria para no dejar huellas, pero sí la inefable aspiración de todo aquello que nos mueve y nos hace sentir únicos en nuestra soledad.

¿De qué estamos hechos? ¿Cuál es la materia de la que partimos hasta convertirnos en personas de carne y hueso? ¿Primero es la idea y a continuación llega su ejecución práctica? Todo es materia oscura en el demiurgo del que procedemos. Materia interior de la que parte el deseo hasta convertirse en algo tangible. La luz que nace de la oscuridad.

De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos.

«Acojamos el tiempo tal como él nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea.

El viaje como búsqueda, exploración y encuentro. El viaje como esa última meta de aquello que una vez soñamos, intuimos y anhelamos. El viaje como punto de encuentro infinito y perdurable por lo que tiene de ensoñación y deseo de todo aquello que al menos una vez necesitamos que se hiciese realidad. El viaje, como punto inicial y final de nuestras vidas.

Atravesar fronteras y espacios. Fronteras de lenguas y esperanza. Del recuerdo de los tuyos que dejaste atrás. Espacios de costumbres y vida. De objetos y lecturas. De libros que no volverás a tocar, y de poemas que nunca más leerás. Apátrida de vicios y virtudes. Rehén del olvido. En esa angosta tierra de nadie Agota Kristof da testimonio de lo vivido y sufrido desde su infancia en Hungría a su vida final en Suiza.

¿Por qué nos miente el tiempo? ¿Por qué nos engañamos cuando queremos atrapar el pasado cuarenta años después masificándolo de detalles que nunca existieron? ¿Por qué no somos capaces de mirarnos al espejo y decir: basta? Simular una vida perdida en un pasado lejano y reconvertirla en algo que seguro nunca existió, adornándolo como si fuese un árbol de Navidad cuyas luces no lucen ni brillan, es una gran falacia.

Reinterpretar el mundo desde un punto de vista sagaz, a la vez que irónico, donde lo superficial es el fiel reflejo de lo más profundo parece una tarea fácil, aunque en verdad no lo sea. Esa distancia que los separa es la que emplea Evelyn Waugh como un espejo a la hora de reflejar lo inmoral y cínico de la sociedad inglesa de entreguerras. La pérdida de valores, la ausencia de dignidad, e incluso de verdaderos sentimientos, rodean y se regodean en los personajes con los que el escritor inglés retrata a la alta sociedad británica.

El tiempo, en ocasiones, se convierte en una balsa sobre la que flotar a través de los recuerdos. El pasado visto de esta forma es un remansiño de paz que busca lo que otrora nos hizo felices y, por ello, regresamos a él en busca de aquellos acontecimientos en principio triviales y que sin embargo reposan en nuestra memoria de una forma indeleble. Y si lo hacemos es para alzarlos a la categoría de mitos. Mitos de una vida trazada con mano temblorosa, lo que no impide que los veamos con firmeza o los hayamos experimentado con la fuerza más poderosa del mundo.

Los Pessoas que Ricardo Ranz despliega en este libro son dibujos con alma propia. Existen muchos Pessoas en el mundo, pero sin duda, los del artista leonés son algunos de ellos. Saltando, bailando, con paraguas, suspendido del aire, derrochando tinta, con el alcohol y el tabaco teñidos de un color que resaltan cada una de sus ilustraciones.

Hay algo que siempre se nos escapa en aquello que vemos. Ese reflejo que nos devuelve la luz en todo lo observado. Un reflejo que funciona como un espejo que nos divide la realidad en dos: la experimentada y la soñada. Una dualidad que nos produce un lirismo que deambula entre ausencias y presencias. La ausencia de los personajes que observan aquello que no es mostrado, y la presencia de un universo repleto de objetos. Cotidianos. Grandes. Pequeños. Desgastados. Olvidados.

El tiempo lo difumina todo. Las ganas de vivir. La curiosidad. El amor… y la búsqueda de las palabras. Como nos dice la escritora francesa Delphine de Vigan: «Hablar es una manera de luchar». Sin embargo, el intrínseco contrasentido de esta frase se halla en que toda lucha, antes o después, conlleva la derrota. Del ánimo. Los recuerdos. Las ilusiones. Y la fidelidad a uno mismo. Y de ahí, la importancia de las palabras, por su poder de transmisión: de estados de ánimo, de conocimiento y, sobre todo, de sentimientos.

Las relaciones entre artista y musa siempre han dado mucho que hablar, pero si nos atenemos sólo a esta premisa no habremos entendido la sentida actuación de María Giménez de Cala en el papel de Elizabeth Siddall, la mujer que aparece sumergida en el famoso cuadro prerrafaelista de Millais, Ophelia, y que dijo: «El amor de una mujer nunca es breve».

¿Puede el alma humana apoderarse del mundo? ¿Ponderar la tragedia y asirse a la felicidad esquiva que se pierde con el sueño y la noche? Atrabiliarios dulcificados con el poder de los versos. Palabras que suman con la nostalgia de los que miran el tiempo del ayer desde el hoy que siempre desconcierta. No hay nada mejor que andar cerca del abismo.