No obstante, el amor y el tiempo son sólo dos de las acepciones presentes en esta gran bóveda de la ensoñación de las causas perdidas, donde Keats no es la causa, sino el símbolo a través del cual Juan Carlos Mestre explora la posibilidad de enunciar la voz del otro u otros, pero no de un otro u otros cualesquiera, sino de aquellos que no tienen voz en el mundo de los vivos, y, quizá, por eso, la voz poética instale a su imaginario en un metafórico silencio de los cementerios que no es tal, pues la lírica que impregna a cada poema, se remueve con fuerza contra lo imposible, y lo hace en una suerte de utopía en la que los muertos recuperan la voz mediante las palabras del poeta. Poemas extensos, poemas preñados de figuras literarias —anáforas, sinestesias, etc.—, repeticiones rítmicas y sin ritmo, hallazgos que nunca imaginaste e imágenes que nunca soñaste, buscan la vanguardia como una propuesta que en sí misma no ha acabado. Mestre huye de la experiencia y sale a encontrar otro universo de la mano de la utopía. En este sentido, no es de extrañar que, el famoso epitafio de la tumba de John Keats: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua», se le quede corto, pues a él no le hace falta esa definición de la nada para subirse a la quilla de los oprimidos y guiarles por una Roma milenaria que sólo no existe para aquel que no quiere ver. El tiempo y el mundo contra el hombre adquieren aquí la majestuosidad de las grandezas y las miserias presentes en los seres humanos de una forma inteligente, pero también muy dañina. Como dice muy bien María Nieves Alonso en su ensayo Las letras van de amor: «La tumba de Keats… recrea el antiguo relato del viaje físico que deviene en viaje espiritual y en búsqueda de la verdad, de la paz y de un centro espiritual». Como igual de cierto es que estamos ante un texto de inicios pero no de finales, pues la propuesta del poeta no es la de darnos las respuestas sino la de formularnos las preguntas en un juego feroz e indeterminado de incertidumbres. De esa duda es de la que mayor provecho se saca, parece decirnos el autor, que explora su discurso también a través de aquellos que acompañan al poeta romántico en el cementerio de Campo Cestio en Roma: Shelley, Severn, Gramsci…, para confrontar sus voces y sus alegatos con la historia de una ciudad —eterna—, que ha asistido a múltiples y muy diferentes formas de gobierno y opresión, como si todas ellas nos condujeran hasta la mayor liberación del hombre, y, cuya máxima expresión, fuese la que queda plasmada en su tumba, donde sólo tiene que dar cuenta de sus obras al viento de la noche que intenta colarse por su lápida. En uno de sus versos, Mestre nos dice lo siguiente: «Roma ha muerto y entre el desorden sexual de las cúpulas/ la sombra de Shelley es un barco del que se arrojan contra el/ acantilado los albaneses», o esto otro en el mismo poema: «Ésa la curiosidad del que nombra ante la curia la erección de/ Trajano,/ el que en la sala de los cónclaves declara: mi Vaticano es la tumba/ de John Keats,/ y considera un ultraje el propósito de la eternidad ante el que se/ devoran los hombres.»
La tumba de Keats es, además, el ronroneo de los gatos en la oscuridad de la noche; una noche donde reina la soledad de las lápidas y la desintegración de los fantasmas, pues sombras son todas aquellas ánimas que recorren nuestras maltrechas conciencias. Aquí, el poeta se erige como un descubridor de piras donde quemar nuestros ingratos pecados; escultor de las miserias humanas que se arrastran por el fango de nuestro particular día a día; pintor de la desidia de la caridad mal entendida o del ultraje del último penitente, como si desde el Templete de San Pietro in Montorio, el poeta hiciese de discóbolo lanzando sus versos a un aire sagrado —por el arte y el silencio que atesoran su entorno—, para con ellos, revisitar la Roma que, desde un poco más arriba —en la Fontana dell’Acqua Paola—, filmó Paolo Sorrentino para deleite de los turistas japoneses que caían rendidos ante tanta belleza. Ese último intento de lanzarnos al vacío de la belleza por la belleza, sin más argumentos que la irracionalidad de nuestra locura estética, es a la que contrapone Mestre el canto utópico de la búsqueda de la verdad, en un pulso sin medida ni tiempo a través de la fuerza de las palabras que, en su caso, exploran la necesidad de lo imposible, como el propio Keats hizo al perfeccionar el soneto shakesperiano en una suerte infinita de odas mágicas; odas recubiertas de la verdad que sólo posee la poesía, pues cada una de ellas por sí sola, es capaz de arrebatar el poder al más abyecto de los hombres, y de paso, dejar su huella en el alma de aquellos que necesitan sentirse libres; libres como el ruiseñor que se posaba en lo más alto de la copa del árbol, y, desde allí, ofrecía su particular trino a quien le quisiera escuchar. Así se levanta Keats de su tumba cada vez que alguien lee uno de sus poemas, pues su voz, aunque en este caso sólo sea un símbolo, sigue siendo infinita, pues lucha contra ese olvido con tan sólo entonar uno de sus poemas: «La belleza es verdad; la verdad, belleza —Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra».
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