Madariaga es uno de los padres de la unidad europea, entendiéndola como realidad espiritual e histórica, cuya importancia (o necesidad) de llevar a cabo se vio acentuada por el rol destructor desarrollado por los totalitarismos (nazismo, fascismo). De hecho, no concebía a Europa sólo como un gran proyecto económico o jurídico, precisa Beneyto, sino “como patria de la libertad y del humanismo” (pág. 22).
Junto con otros intelectuales españoles coetáneos suyos (entre los que sobresalen: Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón, Azaña, Eugenio D´Ors o Américo Castro) participó activamente en el debate intelectual europeo suscitado durante la década de 1930, exponiendo su atracción por el liberalismo británico (que tenía como uno de sus principales ejemplos la solidez institucional) y defendiendo a la Sociedad de Naciones, pues ésta basaba su naturaleza en dos pilares que integraban el ideario de Madariaga: pacifismo e internacionalismo.
En Bosquejo de Europa, cuya primera edición es de 1951 y la segunda de 1969, subyace una idea que nos adelanta José María Beneyto: la crisis por la que transitaba Europa podría resultar letal para su devenir. Por ello, Madariaga insistió en que “el ideal europeo no puede quedar reducido a lo económico y lo jurídico. La unidad europea tiene que hacerse a través de las identidades nacionales” (págs. 26-27). Se convierte de este modo en un valedor de las diferencias nacionales, cuyo carácter enriquecedor debía de ser el cimiento sobre el que construir la unidad europea.
Además, la obra supone una perfecta descripción del panorama geopolítico de la Europa posterior al final de la Segunda Guerra Mundial (amenazada por las tendencias liberticidas de la URSS) y devastada por la brutalidad del conflicto bélico. En este sentido, Madariaga ofrece una respuesta tangible para alterar este sombrío panorama: la puesta en marcha de la solidaridad entre las naciones europeas, fenómeno que él había percibido que sí existía en Estados Unidos.
En consecuencia, reivindica “una solución europea para los problemas europeos”, pues si en algo ha destacado el “viejo continente” a lo largo de la historia es por su capacidad para inventar (la duda socrática, a la que hace referencia en numerosas de ocasiones a lo largo de la obra). Asimismo, Europa deberá tener en cuenta sus raíces cristianas, las cuales siempre han moldeado su fisonomía a lo largo de los siglos, frente a las “doctrinas anti-europeas” (comunismo y anarquismo).
Una vez expuestos sus argumentos y objetivos, Madariaga describe y enfatiza aquello que han ofrecido todas las naciones europeas, muchas de las cuales han tenido una historia caracterizada por enfrentamientos, en ocasiones bélicos, con sus vecinas. Sin embargo, esto no debe de suponer un obstáculo para que aboguen por la unidad. En efecto, lo que podría ser entendido como una paradoja argumental, adquiere pleno sentido y significado por la confianza que muestra el autor en lo que cada una de ellas ha aportado a la civilización. La suma de los elementos distintivos da como resultado un todo homogéneo.
En este sentido, la tercera parte de la obra, supone una descripción detallada de las diferentes relaciones bilaterales que se han producido en Europa, analizando los elementos políticos y culturales distintivos que las han caracterizado y dado razón de ser. Para ello, Madariaga bucea en una suerte de historia personal de cada una de las naciones europeas para explicar las causas de su comportamiento. El cuadro trazado nos ilustra su erudición y precisión a través de una batería de nombres propios y hechos concretos, expuestos de manera tan sintética como bien ordenada y argumentada.
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