Al respecto, el prólogo realizado por la Profesora Belén Becerril nos acerca a Havel como intelectual y como disidente o por mejor decir, como intelectual disidente. Constituyen unas páginas fundamentales, gracias a las cuales conocemos que en sus primeras obras teatrales (La fiesta en el jardín y El memorando) analizó la manipulación del lenguaje realizada por el comunismo. Ambas pudieron ser estrenadas en los años sesenta en su país; sin embargo, tras la “Primavera de Praga”, se estableció una censura atroz, quedando prohibida la difusión de la producción literaria de Havel.
Dentro del perfil político de nuestro protagonista, sobresale la firma de la Carta del 77, lo que le condujo a prisión, acusado de ser “agente del imperialismo”. Sin embargo, como él mismo aclara, el objetivo era de otra naturaleza. En efecto, quienes rubricaron su apoyo a dicho documento, simplemente aspiraban a vivir en libertad y mantener la dignidad humana, nunca buscaron establecer un programa de gobierno alternativo (pág. 50).
No obstante, su estancia en la cárcel fue contraproducente para la dictadura checa pues durante ese periodo escribió El poder de los sin poder “que se convierte en un manifiesto para la disidencia en Checoslovaquia, Polonia y otros regímenes comunistas”, subraya la Doctora Becerril, en paralelo al crecimiento de su fama entre sus compatriotas, hecho éste último que “algunos interpretaron como el principio del fin del régimen” (pág. 13).
La segunda parte de esta obra nos muestra a un Vaclav Havel que guió los primeros pasos de Checoslovaquia, una vez que su país recuperó la libertad. En este punto, el libro adquiere un valor sobresaliente para historiadores, periodistas y politólogos ya que, por ejemplo, se mostró partidario de la incorporación de Checoslovaquia a la OTAN y a la UE, criticando el antiamericanismo profesado por numerosos europeos y apelando a que la soberanía nacional y la europea fueran complementarias, nunca opuestas (pág. 180).
En consecuencia, Havel “con su vida y con su obra recordó a Europa su propia esencia. Le recordó que, más allá de la economía, la integración europea ha sido desde su origen un proceso de reconciliación histórica, como decían en los años cincuenta los Tratados fundacionales, un intento de forjar `una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa´” (págs. 15-16). Además, desde su posición estadista analizó y citó los nuevos problemas a los que se enfrentaba el mundo, como la contaminación medioambiental, el aumento de la desigualdad entre pobres ricos o el riesgo de la irrupción de un nacionalismo de cortas miras: “opino que muchos de aquellos que hasta hace poco enarbolaban una bandera con el martillo y la hoz, serían capaces, sin demasiado problema, de tomar en su lugar una bandera nacional. En la antigua Yugoslavia pudimos ver dónde podía llevar ese camino”.
Sin embargo, a pesar de la importancia que cobró la dimensión exterior en la política de Havel, éste procuró que sus compatriotas nunca se olvidaran de “dónde procedían” pues eran portadores de una herencia que entorpecía el futuro. Con sus mismas palabras: “vivimos en un entorno moral contaminado. Nos sentíamos enfermos moralmente porque nos acostumbramos a hablar diferente a cómo pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, ignorarnos unos a otros, a preocuparnos sólo por nosotros mismos” (pág. 134).
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