Mal parado o sin cimientos queda lo profundo, lo difícil, en sociedades enfermas, disociadas, o que son ellas mismas una enfermedad. La poesía, nos recuerdan los helenistas, fue arte mimético. Ni los académicos ni los redactores urbanos, ni los lectores cultos ni los editores se extrañan de que la poesía del siglo, por ser hecha por psiques más acostumbradas a la publicidad que al serio estudio, sea tartamuda y mediocre y se conforme con poco, como ha dicho Paul Valéry en uno de sus varios aforismos.
Jaume, para darse autoridad, nos recuerda, nos despierta (¿habéis olvidado que “despertar” es recordar y que recordar, como sostuvieron Platón y Bacon, es traer al mundo las ideas del sueño, que es espejo de lo eterno?) repitiéndonos palabras de Walter Benjamin, que vituperaba el que el publicista haya suplido al crítico literario y éste al juez literario. Por doquier es posible leer artículos de publicistas, que no de críticos, que quieren imponer sus juicios sobre lo ameno y no sobre lo bello, que ignoran. Quieren que las hermosuras corran parejas para que los deseos corran al par.
El “juez de arte”, entendedor, cultivador del latín, del griego, del hebreo y de la historia de su idioma (programa propuesto por Harold Bloom, de la Universidad de Yale), por urdir textos “complejos”, que piden estirar el seso, o sea, hacer metáforas, filosofar, ha sido acallado por las masas, más dadas el impresionismo y a la niñería novelera que a cualquier modo de lo sublime, sólo abierto a la “especulación hermenéutica”, según dice Jaume, que es acto audaz para pocos elegidos. Mas no sólo los literatos denuestan la indigencia estética que enseñorea las plumas, pues también en los ámbitos sociológicos se han oído voces iracundas contra la superchería artística.
Román Gubern ha apuntado que sofistiquear, que saturar dudas con información, y no resolverlas, ha parido una como “manufactura de información”. Cito con grosera prosa periodística lo que el catalán ha anotado en su artículo “Crítica de la utopía comunicacional capitalista”, conocido de todos los expertos en cuestiones de masas. La información, dice, es vehículo de la ideología y legitima el oneroso “statu quo”, es decir, el conformismo, el consenso sumiso y la “fuga de los acuciantes problemas sociales a través de la evasión imaginativa”. Tan desdoroso hecho delata la pobreza de las naciones latinoamericanas, que no han logrado enarbolar una estética, a palabras de Ángel Rama, original, representativa e independiente.
Antes de trasladar nuestro pensar a Uruguay leamos lo que Gubern, enfadando a los apologistas del progreso, escribió: “La complejidad tecnológica no sólo deja intactas las estructuras sociales que aparecen en la base del problema, sino que en muchos aspectos tiende a consolidarlas y reforzarlas”.
El americano del sur, para vengarse de España, rica y exuberante conquistadora, como el caballo de Esterícoro se dejó montar y sofrenar por Inglaterra, Francia, Estados Unidos e Italia, naciones a las que no tuvo por malas, sino por amigas a las cuales confiar sus dolores, que eran el “desvalido indio” y el “castigado negro”. Para disfrazar la colonización, la haraganería mental, se inventó, dice Rama, el “movedizo y novelero afán internacionalista”, que con cariz de cosmopolitismo pretende embozar el mísero uso literario dado a etnia, tierra, clima, cosmovisión, etc.
Tales son las quejas del uruguayo, que el lector curioso encontrará en el capítulo inicial del libro “Transculturación narrativa en América Latina”, que por misión tiene: “Restablecer las obras literarias dentro de las operaciones culturales que cumplen las sociedades americanas, reconociendo sus audaces construcciones significativas y el ingente esfuerzo por manejar auténticamente los lenguajes simbólicos desarrollados por los hombres americanos”.
Como hebreos, dando rodeos, razonemos la gravedad del no pensar con una estética local, que es como carecer de piel, nervios y cerebro propios para percibir el mundo. José Ortega y Gasset discierne “hablar” y “decir”. “Hablar” es usar el lenguaje y “decir” es crearnos uno. Lo primero, nos dicen, lo estudia la lingüística, la gramática y la lexicografía, y lo segundo la estilística. Tiene estilo, lengua viva, quien al expresar lo que siente tiene que desacatar las iras de Leopoldo Alas y Moratín. Esgrimir literaturas extranjeras es adoptar “hablas”, sentimientos extranjeros, que después querrán ser “dichos”. ¿De qué dialecto o “decir” se servirá el latinoamericano que siente como alemán y vive como vaquero y que tiene que cortejar a una xalapeña que siente como italiana y vive como quechua?
Las palabras son palabras sólo cuando son dirigidas, enseña Ortega, a alguien. Pero muy incautos seríamos creyendo que uno que piensa como inglés, siente como alemán, se comporta como español y desea los reinos del Oriente es “alguien”, esto es, persona con identidad, casta. Tal mezcolanza de “hablas”, de lenguajes, hace abundar proletarios que sienten como aristócratas y hablan como burgueses.
Nuestras palabras, así la cuestión, no son táctiles, no se dirigen al tacto (del griego “epídexios”) de nadie. Epístola sin amada es charlatanería de loco, de “cuerpo sin alma”, como dice en nuestro “Quijote”. Parejas palabras sin oídos son meros intentos de significaciones, o esqueletos, que diría Ortega. La ausencia de estética, de epidermis propia, nos mueve a hablar de lo que no deseamos, o lo que peor es, a proferir fruslerías y no poesía, signo de lo auténtico, recordando a Heidegger. Y los pueblos que no “dicen”, que sólo hablan por hablar, se quedan sin voz en la historia, son ecos de la historia.
Nuestro “Cancionero”, rico en realidades, nos habla de unos hombres que por ser embelesados por una deliciosa dama no pueden decir lo que de ellos se espera. Dice: “El abad que dice la misa, no la puede decir, non;/ monacillos que le ayudan,/ no aciertan responder, non:/ por decir Amén, amén, decían Amor, amor”.
El lenguaje, refiere nuestro filósofo, no es un “hecho” porque siempre está haciéndose, actualizándose, o re-etiquetando la realidad. Etiquetar es jerarquizar, elegir perspectivas. Espectar desde sitios que no nos corresponden es tener que aceptar preferencias contrarias a nuestra sensibilidad, o como decíamos, negar nuestros gustos. Fingir que se sienten pasiones ajenas es dejar que el espíritu de la “otredad”, de lo que no somos, nos sature.
Jesús, para enseñarnos que es menester hablar nuestras propias lenguas, nada escribió, pero dijo (Mateo 10: 19-20): “Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros”. No es de nuestro espíritu el “decir”, sostendría Santa Teresa, que no nos suspende, ni el que no nos aquieta, como querían Goethe y Pascal.