Durante su etapa al frente del gobierno vasco, Ardanza se distinguió por ser un hombre pragmático (lo que no es sinónimo de “hombre gris”, acusación que rechaza varias veces a lo largo de la obra), ajeno a que lo ideológico predominase en cualquiera de sus intervenciones como personalidad pública. De hecho, subtitula sus memorias como “el Lehendakari que gobernó para todos los vascos”, aspecto que, posiblemente su sucesor en el cargo bien subestimó, bien olvidó. El resultado resultó desolador para el PNV y durante la presidencia de Juan José Ibarretxe (1998-2009) se apreció una fractura en la sociedad vasca, incluso dentro del propio nacionalismo peneuvista, como demostraron los comicios autonómicos de 2009.
Por el contrario, Ardanza manejó otro modelo de hacer política: “siempre pensé que en Euskadi, además de ciudadanos con un claro sentimiento de identidad nacional vasco, entre los que me incluyo, había también otro amplio colectivo que compartía su sentimiento vasco con el de pertenencia a la nación española, y era mi obligación comportarme como Lehendakari integrador de todos los vascos” (págs. 448-449).
Esta forma de hacer política recibió críticas en su momento por parte de Javier Arzallus quien, en uno de sus vaivenes ideológicos, definió los años de gobierno de Ardanza como “tiempo muerto” quien no admite tal acusación ya que “sin la confianza de los vascos no hubiera existido ni los Ardanza, ni Arzallus, ni los tiempos muertos”.
En este sentido, es relevante la visión que transmite de quien fuera Presidente del PNV. Sin emplear la obra para saldar facturas pendientes, Ardanza sí deja claro que (Arzallus) debió retirarse a tiempo…pero no lo hizo. Es más, una vez abandonó la vida política, le reprocha que no supiera mantenerse al margen de las cuestiones de partido, mostrando escasa consideración por sus sucesores (Josu Jon Imaz e Íñigo Urkullu).
Otro elemento por el que puede resultar de utilidad leer estas memorias está relacionado con el rumbo incierto adquirido por la vida política española. Así, frente a la huida hacia delante que CIU-ERC comandan desde Cataluña o la actitud de la izquierda abertzale abogando por una “vía vasca” de forma unilateral, Íñigo Urkullu se ha desmarcado de ambos planteamientos sin entrar en polémica. ¿El método Ardanza aplicado al año 2015?
Cabe decir que el término Ardancismo lo acuñó Jordi Pujol con la intención de menospreciar la política de pactos y coaliciones que hubo de realizar o se vio obligado a hacer Ardanza ya que el PNV sólo dispuso de dos mayorías absolutas (1980 y 1984). Como se desprende la lectura de esta obra, las relaciones entre ambos mandatarios, sin caer en lo conflictivo, tampoco se caracterizaron por una luna de miel constante.
Al respecto, era recurrente que el Presidente de la Generalidad reprochase tanto el cupo vasco como los derechos históricos. Ardanza le responde en sus memorias:
“Nunca entendimos por qué el nacionalismo catalán no había exigido aquel mismo reconocimiento, pero en ningún caso su ausencia era achacable al nacionalismo vasco (…) Tuvieron la misma posibilidad que los vascos de exigirlo, pero no lo hicieron. No entendieron el significado de nuestra apuesta y prefirieron asegurar la capacidad de gasto a asumir la responsabilidad de gestionar todo el sistema financiero. El modelo vasco fue considerado una antigualla por los negociadores catalanes y renunciaron a su defensa” (págs. 244-245).
El autor se define como “nacionalista vasco” pero no reparte carnets de puridad (algo que sí han hecho algunos compañeros de su partido). Insiste en la importancia del autogobierno (aunque añade que falta bastante para completarse) y en el hecho diferencial vasco, pero no alude como solución a la independencia (y por tanto, la consiguiente creación de un nuevo Estado). No obstante, esta explicación la rodea de numerosas dosis de victimismo. Con sus propias palabras:
“Nunca he aceptado que Euskadi sea una más entre las comunidades autónomas que se han creado en el Estado español. Mi exigencia de autogobierno, o mejor dicho, nuestra exigencia proviene de un sentimiento de identidad nacional vasca, y nunca he percibido en las tierras de España reivindicaciones nacionales diferentes a las que configuran el espíritu de la nación española. Siempre sospechamos que el proceso autonómico español buscaba desnaturalizar nuestra reivindicación e intentar diluirla en un panorama más general, pero no nos pareció correcto oponernos a un modelo de organización que pudiera resultar positivo también para otros, y menos si por ello se nos iba a acusar de insolidarios o egoístas” (pág. 202).
En cuanto al PNV, ofrece pinceladas del rol que jugó durante la dictadura del General Franco, valorando positivamente la labor desarrollada en los años del exilio, en especial, la colaboración mantenida con algunos países democráticos.
Con respecto a su época de gobierno, que constituye casi toda la obra, no busca ni legitimarse ni justificarse a posteriori, sino reivindicar las decisiones que adoptó las cuales fueron producto de un modelo de hacer y de entender la política, en ocasiones, cabe apuntar, consecuencia también de la aritmética electoral.
Por tanto, quien desee profundizar en el nacionalismo vasco reciente representado por el PNV, hallará en esta obra un buen referente. En efecto, podrá ver las corrientes que conviven de manera más o menos conflictiva en su seno, susceptibles de simplificarse en autogobierno vs soberanismo. Al respecto, aunque sin detenerse en exceso, analiza las disputas entre Arzallus y Garaicoechea (que trajeron como consecuencia la escisión jeltzale y la creación de Eusko Alkartasuna).
También encontrará material para descifrar las relaciones mantenidas por su partido con el socialismo vasco, decantándose Ardanza por Ramón Jáuregui y José Luis Corcuera más que por Nicolás Redondo Terreros. Las figuras de Felipe González y José María Benegas también son escrutadas.
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