La vida entera cabe en un verso, igual que el amor se diluye con un solo gesto. Líneas, trapecios, elipses y círculos nombran y dan pie a algunos de los poemas de
Paula Bozalongo que, sin duda, delatan su formación como arquitecta. Ciudades de servilletas, quizá, que por sí solas, engendran las geometrías de los espacios habitados. Hay numerosas construcciones en este poemario llamado,
Diciembre y nos besamos, que escarba en la necesidad del otro a través de uno mismo. Una voz dentro de otra o un hueco que solo busca llenar otro, como si nuestra vida se redujera a una grieta infinita en la que nada encaja ya, salvo el amor. Ausencia del amor reconvertida en una geometría de los recuerdos, donde las líneas son aristas y también caminos en los que volver a depositar nuestras huellas: «Dejaste de contar/ las cosas que no hacías,/ para que los amigos tampoco preguntasen/ cómo fue». ¿Qué contar y para qué?, sin embargo, hay un último impulso que nos vence y nos obliga a regresar al pasado, a la izquierda del tiempo: «Son números reales/ los que queremos olvidar/ aunque estén escondidos/ a la izquierda del tiempo». A la izquierda del tiempo aún hay un espacio para soñar y cohabitar con la más efímera de las esperanzas, y de paso escuchar las melodías del otro. Hay que huir a través de la mirada y entablar amistad con el silencio en el mapa del mundo. Sarajevo, Berlín, Central Park, El Parque del Oeste: lugares donde poder depositar un trazo de nuestras vidas como quien busca la silueta del último aliento. No estamos perdidos, solo necesitamos volver a juntar nuestros labios para no tener que volver a llorar: «Él sabe que lo intento,/ procuro no llorar,/ quiero levantar diques/ dentro de mis pupilas/ y detener el llanto delator…»
La casa habitada, la habitación desordenada, los libros por el suelo y los vestidos de fiesta olvidados: atrezos del pasado, sombras de la casa a oscuras, sin luz, sombras de lo inevitable: «Todas las decisiones que tomamos un día/ siguen acumuladas como escombros/ o porciones etéreas/ que escalan y se alzan/ igual que enredaderas/ que nunca se separan de nosotros». Entonces, divisar el horizonte es tan imposible como querer atapar el infinito, menos mal que aún nos queda el auxilio de las palabras, y con ellas, la posibilidad de viajar en el tiempo y a través de las penas del amor que, por mucho que el destino nos deje solos, son la segunda piel de nuestras heridas; medallas de un honor sin gloria, cicatrices que ya no dejan rastro en nuestra piel… Dejar atrás los silencios sin necesidad de convocar a nuestros recuerdos, en un juego elíptico de lejos-cerca, cerca-lejos. Elipses demoledoras que nos provocan la ansiedad del último beso: «En el último beso/ del primer día juntos/ las luces se apagaron». Y llegó diciembre y nos besamos.
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