La primera virtud que sobresale de la obra que tenemos entre manos es su dinámico estilo narrativo. Para ello, emplea un lenguaje preciso pero alejado de la jerga técnica, plagado de anécdotas (la mayoría personales, ninguna abstracta o retórica) que genera como conclusión una lectura rápida y una inminente comprensión del mensaje.
Así, aunque deliberadamente rechaza metalenguaje, el rigor científico permanece intacto. Además, encontraremos ingente bibliografía, salpicada de citas de autoridad (Schwartz, Calzada, Rodríguez Braun, Misses…). Puede afirmarse, en consecuencia, que el objeto de estudio es de sobra conocido por la autora.
En segundo lugar, pese a la defensa a ultranza que hace del liberalismo, no hallaremos un libro dogmático o sectario. A partir de la reivindicación de la tolerancia, María Blanco argumenta sus ideas para que el lector sea quien, posteriormente, se decante bien por asumirlas, bien por rechazarlas. Este modus operandi va en dirección contraria a lo que suele destilarse por estos pagos, puesto que si hay un rasgo que caracteriza a los defensores de determinadas ideologías no es otro que el menosprecio sistemático de las tesis de sus rivales.
Así, la autora patrocina la libertad, premisa que se traduce, por ejemplo, en que considere al utilitarismo como uno de los grandes enemigos del liberalismo: “hay que defender la libertad por principio, no porque nos haga más ricos” (pág. 97). Esta condena se extiende hacia aquellos a los que se les llena la boca con la palabra solidaridad y que sin rubor exigen que, incluso por ley, se impongan determinados comportamientos. Las consecuencias de esta conducta son perniciosas ya que “la virtud a la fuerza deja de ser virtud y pasa a ser obediencia”, sentencia Blanco González.
Con todo ello, si hay un aspecto sobresaliente en la obra, es la autocrítica. Si el liberalismo no goza de éxito entre el público en España, algo tendrán que ver los propios liberales. Esta tesis permea todo el libro ¿un brindis al sol o un intento de eximir responsabilidades por parte de la autora? Todo lo contrario: María Blanco ha detectado entre sus colegas liberales la arraigada tendencia a expedir certificados de pureza o impureza liberal, hábito que también condena el prologuista, Carlos Rodríguez Braun.
A su vez, tampoco el liberalismo disfruta de protagonismo destacado en la universidad española, donde sí se aprecia una superioridad numérica y propagandística de quienes se aferran a la socialdemocracia como doctrina única. Ello es así, entre otras razones, porque se ha consolidado como verdad inamovible que “los datos, las acreditaciones, las homologaciones e incluso la financiación de los proyectos de investigación son más prestigiosos si la iniciativa es pública y no privada” (pág. 63).
Sin embargo, esa autocrítica (brillantemente expuesta) la combina con la refutación de tópicos peyorativos que pesan sobre los liberales. Así, frente al estigma de “egoístas, ávidos de riqueza propia y ruina ajena” (pág. 15) les responde en los siguientes términos: “ser liberal va más allá de la defensa del libre mercado con el objetivo de que aumente la riqueza. Implica, además, la búsqueda de la excelencia, de la virtud, del comportamiento supererogatorio, ese que caracteriza a quienes hacen el bien por el bien sin más, y que se plasma en el ejemplo” (pág. 23).
En íntima relación con la idea anterior, María Blanco describe el siguiente mantra: “¿Es usted pobre? Entonces usted no puede ser liberal. Porque el liberalismo, que predica la libre empresa y el libre comercio, va contra usted. ¿Cómo puede ser posible? Pues porque apoya a los ricos. Y apoyar a los ricos es ir en contra de los pobres” (pág. 135). Tras ello, lo refuta señalando que ha sido precisamente el binomio libre comercio + libre empresa el que ha sacado a muchos países de la pobreza, empezando por la propia Europa.
Por tanto, “que el libre comercio enriquece a los ricos, es cierto, pero ello no es sinónimo de que sea inmoral”. Otra cosa bien distinta es el concepto de crony capitalism (capitalismo de amigos, que también puede ser entendido como “capitalismo castizo”) con el que la autora pone el dedo en la llaga y apunta directamente a cierta clase empresarial cuyo supuesto liberalismo no es tal, sino que se basa en la cercanía (amiguismo) al el poder político de turno, del que obtiene prebendas.
Finalmente, si en la sociedad no ha calado el liberalismo, tampoco lo ha hecho entre los partidos políticos. Puede que algunas formaciones políticas apliquen ciertas medidas liberalizadoras, “siempre tratando de enmascararlas”, puntualiza María Blanco. A modo de ejemplo de esta tesis: “¿Se puede decir que la política aperturista del general Franco es una política liberal? Si así fuera, ¿eso haría de Franco un liberal? Pues lo que tengo muy claro es que Franco no solamente no era liberal sino que los liberales le caíamos mal. También es cierto que la apertura al exterior es una política liberal. ¿Cómo se cuadra la ecuación? Franco aceptó poner en marcha una política aperturista, fuera liberal o no, porque la pobreza en España nos comía. Fue una solución de emergencia, a pesar de sus principios” (pág. 89).
En definitiva, una obra escrita sin complejos y de consulta obligada para todos aquellos que cultiven disciplinas como la sociología, filosofía, derecho o economía. En ella encontrarán una apuesta por la libertad tan sólida como bien argumentada.
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