Con un ritmo in crescendo,
Santiago Velázquez juega con el autor llevándole a las situaciones de la novela en el momento que él quiere. La historia de amor que nos cuenta se ve interrumpida por un acontecimiento que impide que esa historia llegue a buen puerto. Los dos protagonistas reaccionan de diferentes maneras viendo al final de
Viaje de invierno quién terminó viviendo como pensaba.
¿Cómo surgió la idea de escribir esta novela?Como toda novela, la historia surge como un cúmulo de distintas obsesiones. Una de ellas, es la terrible historia que me contó una persona acerca de un accidente que tuvo y de las implicaciones que eso tuvo para su vida. Era tan horrible que me quedé estremecido durante meses. No me podía quitar esa historia de la cabeza. Luego, hay varios temas recurrentes en mi obra: la culpa, la dicotomía arte/vida, el amor, etc.
Su novela trata sobre la condición humana. Su protagonista Rubén olvida todas sus ilusiones cuando sobreviene la tragedia. ¿Es una novela sobre la traición?Sí, pero también es un retrato de la cobardía del ser humano. Es decir, todos somos héroes hasta que la vida nos pone ante el abismo o lo imprevisible se cruza en nuestro camino. Si la vida te pone en una situación al borde del precipicio, ¿cómo actuarías?, ¿qué harías?, ¿cuántas personas habrían actuado como lo hace Rubén ante su situación? No pretendo moralizar con la novela, sino solo constatar lo que es la vida: un conjunto de sueños rotos, de cosas que se pierden en el camino.
Los protagonistas son dos personas idealistas que se enfrentan a la realidad de diversas formas. ¿Qué le parece la postura de Rubén?Sufrí mucho escribiendo sus historias, tanto por Alejandra como por Rubén, quien me parece un ser perdido, carente de anclajes, que vive obsesionado con el mundo de la creación y el arte. Insisto, ¿qué haríamos el resto si nos viéramos en su situación? Muchos lectores me dicen que es un monstruo, pero yo les devuelvo la pregunta: ¿y tú qué habrías hecho en su lugar? En muchos casos, la repuesta es un elegante silencio.
¿Y de Alejandra?Alejandra es su reverso, aunque comparte su pasión por el mundo artístico y las sutilezas de la creación. Pero ella está en el bando de los perdedores, en la clase obrera, no tiene oportunidades que perder y quiere aprovechar todo cuanto se le pone en el camino. En algún sentido, supongo que es un ejemplo de sacrificio y de superación.
Al ser Alejandra estudiante de canto, la novela tiene muchos pasajes musicales. ¿En qué manera influye la música culta en su obra?Sólo soy un mero aficionado a la música clásica, que se esfuerza por comprenderla y disfrutarla. Tengo buenos amigos que me recomiendan y me instruyen en este sentido, pero no es algo determinante en mi obra literaria. En esta novela, sí tienen una presencia importante los lieder de Schubert del Winterreise, especialmente el titulado “Der Lindenbaum” (“El tilo”), que escuchaba atentamente antes de ponerme a escribir. Es de una melancolía sobrehumana.
A parte de Schubert, ¿qué otros autores son sus favoritos?Me quedo con Beethoven, Mozart, Bach, pero también con Dvorák y su “Sinfonía del Nuevo Mundo”, o Manuel de Falla con sus “Noches en los jardines de España”.
Jaume Cabré publicó hace unos años un libro de relatos con el mismo título que usted y, también, homenajeó a Schubert. ¿Qué tiene de especial este compositor para atraer tanto a los escritores?Musicalmente Schubert es un genio. El problema que tiene es que su talento creció a la sombra de Beethoven, a quien admiraba profundamente; de hecho, murió sólo 20 meses después que su ídolo. Sus lieder son imponentes pero también sus cuarteros para cuerda, como “La muerte y la doncella”, por ejemplo. Pero lo que más me atrae de Schubert es su biografía: fue un compositor que trabajó por cuenta propia, sin un título ni una posición, y no venía de una familia de músicos como era el caso de Beethoven, de Mozart o de Bach. A los 20 años renuncia a su familia, es decir, se niega a ser maestro de escuela y a vivir bajo la sombra asfixiante del padre, que le había enseñado a tocar el violín. Schubert lleva una vida errática, sin domicilio fijo, dependiendo de la hospitalidad de sus amigos. Compone en la taberna, en el hospital, en casas de comerciantes. Nunca le llega el dinero ni el reconocimiento que le redimirían ante el padre y la familia. No fue reconocido en vida: después de su muerte, fue cuando su arte comenzó a conquistar admiradores. Muere a los 31 años por una gonorrea que se le complica. Es el prototipo del artista romántico.
¿Por qué situó la trama de su novela en 1997?Es un año en el que mi generación, que yo llamo la “generación incierta” –esa generación nacida en los 70, apática, descreída, que creció en la prosperidad de los 80 pero con la certeza de que no disfrutaríamos de ella– pierde la inocencia: en ese paso a la madurez como generación tiene una influencia decisiva el asesinato de Miguel Ángel Blanco. En una generación que hasta entonces teníamos poco de colectiva (estábamos más volcados en lo íntimo y personal), aquel crimen fue el despertar de una conciencia social y pública.
¿En qué se diferencian esos años de los actuales?Joseph Stigliz denominó a aquella década “los felices 90”. Era un momento de expansión, de plenitud, de vacas gordas, donde parecía que todo era posible: boom inmobiliario, créditos baratos, consumo desatado, movilidad laboral… ¿dónde queda eso hoy?
¿Considera su novela como costumbrista o como social? Pienso que es una novela con distintos niveles de lectura: el social, el generacional, el cultural, el vital, el romántico, en fin, dependerá de cada lector con cuál de ellos quiere quedarse. Para mí la novela es un género mayor, con multitud de puertas por las que entrar o salir. Los autores que más me gustan, por ejemplo Thomas Mann o Faulkner, tampoco cuentan una sola cosa, arrojan en sus páginas multitud de fragmentos de vida.
¿Hasta qué punto su novela es pesimista?No creo que sea pesimista. Es la vida misma, estas cosas ocurren. De hecho, le ocurrió a la persona que me contó su historia. Hay lectores que han visto un atisbo de optimismo en el final, por la superación y la falta de rencor, por haber sabido perdonar… eso está en cada uno.
¿Qué se considera más: crítico literario, periodista de viajes o novelista?Me considero escritor, a secas. Me gusta escribir y me da igual que sean crónicas, crítica literaria, cuentos, reportajes o novelas. Lo que nunca me atrevería a escribir es poesía, eso son palabras mayores.
¿Se encuentra más cómodo en el género de novela corta que en el de narración larga?No, me muevo con gusto entre ambas extensiones. Es como si le preguntara a un arquitecto con qué disfruta más: construyendo una catedral o el Empire State Building. Da igual, uno es escritor y escribe: cada historia trae su extensión.
¿Cómo se definiría como escritor?Manuel Longares me dijo una vez que él escribía para compararse con Cervantes o con Galdós, que todo lo demás eran bagatelas. Aquello me impresionó y me pareció que es el ideal de cualquier artista: has de hacer tu trabajo pensando que antes que tú escribieron Shakespeare, Milton, Poe o Faulkner. Eso a veces te puede llevar a la parálisis, a eso que decía Harold Bloom de la “angustia de las influencias”. Pero si eres capaz de superarlo y eres crítico contigo mismo, cuando publiques algo estarás convencido de que era lo mejor que podías dar en ese momento.
¿Se considera un escritor lento?Tardo mucho en concebir las historias. Hasta que no las tengo en la cabeza, bien trazadas, no me pongo a escribir. Luego, la escritura en sí suele ser rápida. En “Viaje de invierno”, por ejemplo, tardé casi un año en concebirla y tan solo tres meses en su redacción.
¿Qué influencias literarias reconoce en su obra?Mis influencias son muchas, desde Baroja, Cela o Chaves Nogales, hasta Tolstoi, Thomas Mann o Dostoievski.
En el futuro, ¿va a seguir escribiendo relatos o se va a decantar por la novela?Supongo que seguiré escribiendo de todo, cuentos, relatos, reportajes y novelas. Lo importante es encontrar historias y tener algo que decir. El género, en el fondo, da igual.
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