Cuando te enfrentas a un libro lo más común es que tengas unas expectativas ya establecidas sobre lo que te va a ofrecer aquel escritor o sobre el tema que va a tratar la obra. Dicen que cuando piensas algo ya lo has creado, que tu inconsciente lo transforma en aquello que tú has moldeado. Por eso, aquellos que saben (o que por lo menos lo aparentan muy bien), recomiendan siempre que rompamos con la rutina, que nos demos a lo nuevo, que salgamos de nuestra zona de confort. En mi caso, llegar a este libro ha sido romper con todos los moldes que una rutina orgullosa y cuadriculada puede imponer. Leer a Sipán ha sido saltar a un vacío sin pararme a pensar si hay red.
En esta obra encontramos una sucesión de breves relatos donde la metáfora más hiperbólica posible es la reina de la composición. Comparaciones únicamente posibles para aquel que ha sabido desbrozar el terreno tan selvático e impío que cubre a los ojos de la vida y, tras entrar profundamente en su mirada, se ha vuelto a su casa, a su mesa, y ha escrito cuentos.
No es necesario hablar del contenido de estos relatos, tampoco puedo asegurar que se entiendan todos. Pero haciendo gala de la esencia del mejor haiku o del mejor Cortázar, cada relato sumerge en nuestro interior la semilla de la esperanza, una semilla que brota y, horas o días después, hace crecer en nosotros una sensación de que la Literatura sigue pedaleando aun teniendo los pies llenos de barro.
Podría decir que leí la obra de Sipán en una sola tarde, o que tardé semanas en acabarlo por el miedo a no verlo nunca más abierto. Podría hablar de ello, pero nada serviría para aclararlo. Así de relativo es el tiempo cuando te sumerges en ‘Quisiera tener la voz de Leonard Cohen para pedirte que te marcharas’.
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