En el coche que la lleva de urgencia al hospital, el rostro de Eligia se va desintegrando por el efecto del ácido. A su lado va Mario, su hijo y narrador de los hechos, que desde entonces la acompañará a lo largo del lento proceso de reconstrucción de ese rostro, sin el cual ninguna identidad sería posible, ni la de la madre ni la del hijo.
Corría el año 1964. Con el paso de los meses y las sucesivas remociones de carne muerta y cirugías, la cara de Eligía se iría transformando en un páramo, en una semicalavera. Por demasía de sufrimiento, dice Mario, la realidad de Eligia —política exiliada bajo el peronismo, funcionaria de máxima jerarquía, autora del primer Estatuto Docente— ya no era convincente. El ataque había convertido su cuerpo en una sola negación, sobre la que no era fácil construir sentidos figurados, y esa imposibilidad se convertía para Mario en imposibilidad de pensar metáforas para sus sentimientos.
De este modo, El desierto y su semilla nos narra una historia completamente real, en la que lo único que ha cambiado han sido los nombres de los protagonistas. Pero pese a la importancia de los personajes que aparecen a lo largo de las páginas, podríamos decir que el gran protagonista es la cara de Eligia o, mejor dicho, la visión de esa cara y su evolución a través de los ojos de un hijo.
El desierto y su semilla nos va trasladando, a través de todo este proceso, desde la desfiguración hasta las múltiples cirugías estéticas que intentan arreglar lo que el ácido destruyó. Y es precisamente todo este proceso el que ha hecho de esta novela una magnífica obra. La evolución de Eligia desde una mujer completamente traumatizada que siente que le han robado su identidad al arrebatarle su rostro hasta alguien que vuelve a recuperar las ganas de vivir narrada desde el punto de vista de su hijo es sencillamente abrumadora y excepcional.
Por otro lado, en la figura de Mario vemos a un hombre totalmente perdido en la vida que sólo ve pasar el tiempo como si lo estuviera mirando desde una ventana, sin pararse a reflexionar o a disfrutar de las oportunidades que la vida le brinda y únicamente dedicándose a emborracharse y a curar las heridas de la cara de su madre sin ninguna perspectiva de futuro ni inquietudes en su vida.
Finalmente, me gustaría destacar un rasgo curioso de la prosa del autor. En esta novela, aparecen personajes de distintas nacionalidades y pasajes que en teoría tendrían que haber estado escritos en otro idioma, y la solución de Jorge Baron Biza para esto ha sido el utilizar el castellano pero siguiendo las formas sintácticas (y en ocasiones incluso morfológicas) de los otros idiomas que se hablan en la novela. Es algo complicado de explicar, pero sencillo de entender si leen la novela y le da un toque bastante curioso a la vez que acertado.
En definitiva, ésta es una novela que expone el dolor y el horror sin paliativos, al punto que parece anular el sentido humano de lo que ocurre; no hay lugar para el drama, solo queda mantener la perspectiva y dejar que operen la reconstrucción de la carne (pero también de la memoria y de la historia).
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