Lo que a nadie le importa cuenta principalmente la vida de dos personas, el narrador y, sobre todo, el abuelo del mismo, José Molina Bueno. Basado en acontecimientos reales, la idea surge cuando el abuelo, a las puertas de la muerte, le dice a su mujer: “Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos”. Una frase tan lapidaria como esa refleja la vida en común de una pareja que ha estado llena de silencios, renuncia y agonía.
José Molina se callaba ante todo, lo interiorizaba, esto no es más que una mimetización de lo que es España. “Calla, no te signifiques”, nos decían nuestras madres y lo siguen diciendo. “El silencio al que nos abocan se convierte en un trauma importante de no saber encarar aquello que nos duele. Sobrevivimos sin entender por qué y no lo sabemos verbalizar. En España hay una ética de la sumisión, de no significarse”, explica el escritor madrileño pausadamente.
Estamos acostumbrados a acuerdos tácitos para no enfrentarnos con la realidad. Nos callamos en la posguerra, nos callamos en la Transición y muchos se han callado ante la ley de la Memoria Histórica. “No hay nada más cruel que una persona no pueda enterrar a sus familiares que permanecieron durante años en una cuneta”, afirma con rotundidad y añade “encima parece que se están riendo de ellos”, señala, hablando de la actitud de ciertos diputados populares.
Cuando recordamos nuestro pasado, nuestras mentes nos juegan ciertas malas pasadas. Mirando hacia atrás no vemos el pasado linealmente, basta comenzar a evocar recuerdos para que saltemos de uno a otro sin orden cronológico, sino como nos viene el recuerdo. Es una forma un tanto caótica de recordar y así lo hace Sergio del Molino. Su estructura puede resultar caótica pero “es un caso muy estructurado y cuidado, de tal forma que vaya imitando ese flujo de la evocación”, dice el autor de La hora violeta en la charla que mantuvimos en un céntrico hotel madrileño. “Una crónica con desvíos”, subraya para que quede más fijado.
Su tono literario es así, a borbotones, con sentimiento y, a la vez, cuidado. “Los problemas de taxonomía literarias me dan igual, donde me etiqueten me es indiferente. Los libros, cuando tiene una intención literaria, pueden tener muchas etiquetas. Es en el terreno fronterizo donde a mí me gusta explorar”, explica sobre su nueva novela sin pelos en la lengua y con sinceridad y valentía. Algunos lo podrán calificar como novela social de posguerra, otros como crónica de una época e incluso como crónica de la guerra civil.
Al escritor no le importa y le da igual si “sigue estando mal visto hacerlo desde una postura ideológica y moral ya prejuzgada”, opina y añade “no pretendo reivindicar algo que está oculto, lo que pretendo es acercar una parte de la historia de España sin maniqueísmo”. Por eso reconoce que quizá la mejor novela que se haya escrito sobre la guerra civil haya sido la de Agustín de Foxá, Madrid, de corte a checa. “Moralmente deleznable, literariamente inmejorable”, subraya.
“Del pacto de silencio de la Transición y del franquismo se ha hablado muchísimo. Ha habido un silencio institucional de no remover eso. Si bien ha habido un debate tremendo que creo ya está agotado”, apunta. Sin embargo, en Francia no está tan mal visto. Mientras en España los soldados del bando ganador se callaron y no querían contar lo que habían pasado, en Francia se verbalizaba, se contaba y a los soldados de la resistencia siempre se le ha visto como héroes.
El abuelo del narrador nunca quiso contar nada sobre la guerra; su familia ignoraba como se había hecho esas cicatrices en las piernas. Por eso, en la jubilación, después de haber trabajado en el Corte Inglés de Madrid y haber recorrido buena parte de la sierra madrileña, opta por el retiro a su pueblo de nacimiento, “Bubierca, es el lugar soñado, el que tenía idealizado. Allí se convierte en lo que no había sido nunca, un campesino, lo que supone el triunfo de la voluntad sobre el destino”, analiza Sergio de Molino.
“Sólo nos contó la batallita que cuento en el libro”, recuerdo. Todo lo demás silencio. Cincuenta años de silencio. “Por eso había un contraste entre el relato oficial y el que intuíamos de lo que te va contando la gente que lo vivió y que vivía al albur de las circunstancias”, expone con parsimonia y tranquilidad.
“Intento comprender el país del que vengo”
Entender la Guerra Civil es entender el país en el que vivimos. José Molina estuvo, entre otros frentes, en la Batalla del Ebro; allí estaba lo mejor y lo peor de un país. “Fue una batalla inútil, cuatro meses de muerte. Ambos bandos ya sabían que la guerra estaba decantada. Sin embargo, se quiso prolongar en demasía. Negrín y Franco se empeñaron en continuar una guerra que tuvo un éxito republicano al principio que nadie esperaba, el primero la quería alargar para llegar a la Segunda Guerra Mundial y Franco para exterminar al bando republicano”, detalla con precisión de cirujano.
Todo esto tiene que ver con la crueldad. “España es un país muy cruel. Intento comprender el país del que vengo. El caso de las exhumaciones de los cadáveres de la guerra es algo inaudito en Europa. A las personas que quieren enterrar a los muertos se les insulta, se les veja, e incluso el gobierno se ríe de ellos”, enumera. Es algo que ya un aragonés ilustre supo pintar con precisión. La crueldad del país.
Sergio del Molino quiso ser periodista para ser escritor. Pronto empezó a escribir, pero fue con La hora violeta con la que cambió su estilo y forma literaria. “Fue un detonante para encontrar mi tono literario, mi voz que anteriormente no podía prever. Una voz más intimista y más cómoda para mí para narrar”, reconoce. Esa voz le ha traído éxitos y reconocimientos como el premio Tigre Juan.
Esa búsqueda de su tono literario que ya ha encontrado pretende ser y lo es, original. “Por un lado estaban los narradores del sesenta y el setenta que escribían con excesiva solemnidad, hacían una literatura-museo. Los posteriores son muchos más frívolos, se tomaron la literatura casi a cachondeo. Yo he intentado recuperar esa solemnidad, pero con un toque de ironía. Uno de los pecados veniales de la literatura es aburrir y yo no lo quiero hacer”, expresa con rotundidad.
Por eso huye de la reverencia y su literatura pretende tener un toque de memoria familiar que transmita el linaje de forma involuntaria, como si la genética tuviese más que ver con la literatura, el mito del eterno retorno. Su literatura se mueve dentro del paisaje que cuenta como si la mirada del cronista distraído nos fuese enseñando lo que va ocurriendo. Es una voz tan cercana que se hace imprescindible y más cuando se desarrolla de forma tan elegante y precisa.
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