Cuando Gustave Flaubert decía aquello de «Madame Bovary soy yo», aludía a la identidad más intelectual y soñadora de un desgarrado personaje que físicamente, tal y como puntualizaba en su novela, se parecía a «la mujer pálida de Barcelona». ¿A quién aludía exactamente el autor francés en aquel pasaje? ¿Existió realmente esa mujer? ¿Era en verdad originaria de la ciudad catalana? Esta y otras muchas son las preguntas a las que decide dar respuesta Guillermo Jiménez, un profesor barcelonés de literatura al que gusta de fantasear ante sus alumnos sobre las supuestas amistades que ha ido manteniendo en el mundo literario más contemporáneo.
Tras diez erráticos años de instituto en instituto, y otros tantos de una relación fallida, el día que, a través de una página de contactos, Guillermo conoce a la misteriosa y atractiva Elisabet, se despertarán en él aquellos instintos que parecían haber quedado casi aletargados. Para seducirla, decide aceptar el reto que ella le lanza a la hora de ahondar sobre su verdadera identidad: «—Soy la mujer pálida de Barcelona —responde Elisabet con una sonrisa deslumbrante mientras le abre la puerta.» La mítica frase cuidadosamente extraída de la novela de Flaubert, y la visión en casa de la mujer de un cuadro expoliado por los nazis, acaban excitando aún más una curiosidad ya desbocada. Se trata del lienzo, quizás una réplica, de Gustave Courbet, Dama española.
Las cuestiones se desbordan y la investigación obligará al profesor Jiménez a completar un prisma que parece tener diversos e importantes vértices en Barcelona, Nueva York, Filadelfia o Lyon. ¿Fue el cuadro de Courbet el que inspiró realmente al escritor normando su imagen de Emma Bovary? ¿Quién fue la mujer que sirvió de modelo al pintor? ¿Cómo era? ¿Dónde podría localizar sus restos o información sobre ella? ¿Existió entonces una madame Bovary de Barcelona? Pero, por otro lado, ¿no parece más plausible que tomara prestados los rasgos de Louise Colet, la que fuera su amante durante años? ¿Por qué ese personaje tiene que responder a un modelo de mujer determinada? ¿Por qué privar a las novelas de su potencial evocador?
El diario que Caroline Gaillard, hija de un copista lionés, escribió a mediados del siglo XIX, y que discurre paralelo a la narración, permitirá el contacto directo con el mundo sentimental de una dama de origen español que estuvo secretamente enamorada del pintor Courbet, aquella que asemejaba haber servido de modelo para su famoso cuadro. Es entonces cuando Baudelaire, Flaubert, y el resto de artistas e intelectuales de la época terminan por codearse con el coleccionista judío Rosenberg, el dirigente nazi Hermann Göring y con un antiguo alumno, hoy realizador de documentales, que se muestra muy interesado en participar de las investigaciones de Jiménez. El resultado, más que una inquietante combinación de ficción y realidad, se convierte en una aguda investigación sobre el deseo y la obsesión, la historia y el arte, la verdad y la invención.
Una intrigante y vertiginosa investigación
Una novela sobre el deseo y la obsesión, la historia y el arte, la verdad y la ficción.
Con la clara premisa de una identidad por descubrir, la que se oculta tras la mujer pintada en un cuadro de Courbet, Una flor de mal se presenta desde el primer momento como un juego literario que sabe combinar con gran habilidad varias categorías narrativas: la intriga asociada a una novela de búsqueda, la intensidad que puede aportar una investigación periodística en toda regla, y la emotividad que solo un diario sentimental logra transferir. El artefacto resultante es una novela donde la historia se hace presente, la ficción se convierte en fuerza indagadora de la realidad, y el ansioso deseo llega a transformarse en descontrolada inquietud.
La novela se estructura en torno a saltos temporales que trasladan al lector con orden y destreza del momento presente hasta mediados del siglo XIX. Sobre la trama principal de exploración y asedio amoroso, se intercalan capítulos del diario íntimo de madame Gaillard que ponen en evidencia su relación platónica con el pintor, así como el origen del lienzo. Esa peculiar forma de adentrarnos en la historia, revela la visión de una mujer que dispuesta a todo por amor, siente el peso de la traición y la desidia como losas que la abocan a la locura. Algo que Flaubert, aun inspirado en la imagen de esa mujer, refleja sin aparente propósito en su Madame Bovary. La invención literaria, más que nunca, parece beber de una realidad que a su vez tiene mucho de ficción.
Miquel Molina articula una novela arriesgada en su construcción y planteamiento. Porque si la verdad se sustenta en la probidad de la persona y los acontecimientos, la credibilidad de una ficción se basa en la capacidad de convencimiento, y esa es una prueba que aquí el autor supera en cada capítulo, hasta hacer partícipe al lector de la certeza asumida tras cada nueva revelación, incluso a nivel histórico. Si las cuestiones se multiplicaban conforme avanzaba la historia, también se irán cerrando a medida que se va dibujando la vida de aquella mujer española que inspiró la figura de Emma Bovary, y que alcanzó, como ella, la frustración en el amor, además de la expulsión inesperada e impasible del mundo del arte.
Si mención destacada merecen unos personajes bien definidos, que evolucionan y avanzan en su relación al ritmo que marca la investigación, no menos notable es el amor que el autor trasluce por el arte y la literatura. Molina sabe bucear en el alma del cuadro, del pintor, del escritor, de la persona representada, hasta desentrañar su parte más íntima, esa que solo es apreciable cuando se está involucrado en ella. Gracias a estudios, dietarios, libros y otros documentos revive la existencia de una mujer apasionada pero frustrada, valiente pero tierna, compleja pero cercana. Los cambios en la voz narradora permiten conocerla desde diferentes perspectivas y, al mismo tiempo, en sus más variados matices físicos y psicológicos.
Las historias de amor que paralelas van discurriendo en distintos espacios temporales, aunque resulten ciertamente dispares, ambas están marcadas por la obsesión del amante, su admiración y el ansia por saber... como una liberación que solo se produce ante un nueva respuesta, ante un nuevo paso en la investigación. El recorrido físico y mental que realizan tanto Caroline como Guillermo no tiene retorno. Su búsqueda, en el fondo, es la mejor muestra de amor, la ofrenda que el poeta hace a ese sentimiento incontrolado.
Miquel Molina (Barcelona, 1963) vive inmerso en la rabiosa actualidad desde hace casi treinta años, cuando se estrenó como periodista en una redacción. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, ahora es director adjunto de La Vanguardia (previamente fue subdirector, redactor jefe de Sociedad y jefe de sección de Política), a donde llegó en 1995 tras trabajar en Segre, El Periódico de Aragón y El Periódico de Catalunya. Fue corresponsal de la agencia Europa Press y colaborador de diversas publicaciones económicas. Como reportero ha cubierto catástrofes como los huracanes George y Katrina, pero su pasión es la aventura. Fruto de ella es su libro El Everest a la hora punta, que agrupa una serie de reportajes publicados desde el campo base de la montaña.
Una flor del mal, su primera novela, es la consecuencia de otra de sus aficiones: indagar en la cara oculta de los cuadros, reconstruir las biografías de las modelos que se encuentran a medio camino entre la realidad y el personaje idealizado por el pintor.
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