Ella solía decir que en la vida se ama o se aborrece y que no es bien vivir en la medianía, sin norte ni sur, sin enemigos, sin consciencia política. Supe años después que tales enseñanzas eran harto parecidas a las de Menéndez y Pelayo, exégeta de cualquier filosofía y filósofo, a palabras de García Morente, practicante éste de una filosofía "abierta", por cierto.
¿Qué es una filosofía "abierta"? Es una capaz de conciliarlo todo, de abrigar picaresca y mística. ¡Picaresca y mística, los más presumibles géneros de nuestras letras hispanas! Kant, Hegel, Descartes, Platón, han sido filósofos "místicos" hacedores de filosofías "cerradas", filosofías que tratan de moldear la materia con el pensamiento; Santo Tomás, Ortega y Gasset, Aristóteles, han sido pensadores "abiertos", "pícaros", hombres venturosos de mente capaz de dejarse moldear por la realidad. ¿Qué filosofía saldría si juntásemos mística y picaresca? Una filosofía "abierta", la quijotesca. ¿Luego, España es un lugar donde los filósofos son "abiertos", sí, por mucho que se diga que el Catolicismo ha clausurado hasta las moradas de la psique?
Innecesario es hablar aquí de las obras picarescas y de las místicas, que todo el mundo conoce. Lo que es necesario es determinar si nuestra filosofía quijotesca, que es "abierta", es clásica o romántica. Y es que hay filosofías de todos los gustos… pues "todo puede ser", expresión ésta más sabia de lo que parece. ¿Qué es una obra clásica? ¿Qué una romántica? García Morente resume el asunto con sencillez católica, diciendo: clásica es la obra que capta diferencias, la que es objetiva, la que respeta jerarquías. ¿Tales caracteres están en San Juan de la Cruz, en Santa Teresa, en Lope? ¿Hay de lo dicho en Cervantes y en Rojas? El corto espacio de un palique como el que ahora pergeño impide hacer un análisis semiótico y filológico correcto, por lo que aventuraremos algunos disparates que tal vez nos hagan acreedores de una ínsula letrada.
La obra de Rojas, "La Celestina", bien captura diferencias y objetividades, pero deja un sabor de blasfemia de escalafón, de manteamiento moral; la obra de Cervantes, diferentemente, ciñe diferencias y es pía, mas está nimbada de irrealidad. ¿Y qué decir de los "mystici majores"? A tales alturas es necesario echar mano de grandes pensamientos. Hay, decía Kant, conceptos que hablan de experiencias y experiencias sobre los conceptos. Si la obra de Rojas y de Cervantes es, digámoslo sin reprochar voquibles, concepto o pintura sobre la realidad, la de los místicos españoles es una realidad sonora tratante de conceptos, de revelaciones.
Leyendo a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León, a Santa Teresa o a algunos heterodoxos, es decir, pseudoiluminados como Servet o Valdés, no apreciamos demasiadas diferencias entre sus "revelaciones", pero sí un homenaje clarísimo hacia la jerarquía divina, y lo más notorio, un lenguaje o estilo de escritura objetivo. Todos ellos coinciden en que hay que usar la analogía del amor humano, que es lo más parecido al amor a Dios, para explicar los furores y éxtasis que experimentaban. Sostienen todos, desde moros y judíos hasta cristianos, que luego de la purgación y de la iluminación el amante debe fundirse con el amado, que es Dios.
Pero demos un paso atrás y meditemos cómo es un autor romántico. Un autor romántico claramente no encuentra diferencias entre los objetos, esto es, no es objetivo ni tiene por intocables las jerarquías del jaez que sean; luego luego, sí, se nota que la obra española es clásica. El romántico, quéjase Sancho Panza, escribe "a trochemoche lo primero que le viene al magín", improvisa; el clásico hace lo contrario, pues es "sabio encantador" que prefiere andar roto que remendado, ser realista. El romántico adula la pobreza, la celebra, quiere ser un "gandul", un andarín, como el Quijote. ¿Pero no habíamos quedado en que Cervantes era autor clásico? ¡Lo es! El Quijote, mal visto, parécenos romántico, pues se complace viviendo bajo las inclemencias del cielo y comiendo bellotas y mendrugos más duros que la suerte; con todo, el Quijote, el personaje Quijote es clásico y todo lo somete a las normas de la Caballería Andante, aunque sin desdeñar los "nuevos usos" que tanto medita durante sus salidas.
Amor, gran analogista, creador de igualdades, que decía Corneille, hijo de Poros y de Penía, demonios de la riqueza y de la pobreza respectivamente, nos levanta con la ambición o con la virtud o nos "abaja" con la flojedad o con el vicio: tal mito explica muy bien las peripecias en que Cervantes sitúa a su Quijote, peripecias donde cualquier lector de Riquer, de Rico o de Guillén verá el ideal estético aristotélico, ideal sobremanera bien explicado, como sabrá el impertinente lector, por Umberto Eco en su libro "El superhombre de masas", tomito de utilidad para enriquecer nuestras meditaciones.
Paliada la fruición filológica y literaria volemos hasta algunas curiosidades que enriquecerán el conocimiento de nuestros clásicos. ¿Por qué leer constantemente a los clásicos nuestros y no perder el tiempo leyendo bagatelas de moda? Hay tres razones de fuerza brutal: porque somos católicos, porque en ellos hay filosofía "abierta" y porque en ellos hay belleza, materiales rarísimos y escasísimos en casi toda la literatura, hasta en la de Francia, más ancha que alta, hasta en la de Alemania, más alta que ancha, con perdón de Víctor Hugo, de Bergson, de Goethe, de Hölderlin... y de mi santísima abuela.
Nuestros clásicos nos fuerzan a entender las palabras de Jesús, que preguntó (Mc 10: 18): "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios". Con tales símbolos, que merecen imprimirse en duros bronces y corazones, Jesús nos alecciona, nos mueve a lo clásico. ¿Sólo Dios es bueno? Con rictus de complacencia notamos que Jesús, con concisión de parábola, nos enseña a respetar estratos, distinciones y verdades. Pero también en nuestra Santa Teresa hay primores de cepa similar. En las "Moradas séptimas" podemos gozar del siguiente "sermo": "Diréis que si no se ve, que cómo se entiende que es Cristo, o cuándo es santo, o su Madre gloriosísima. Eso no sabrá el alma decir, ni puede entender cómo lo entiende, sino que lo sabe con una grandísima certidumbre". Dos proposiciones, afirma Kant, aunque muy parecidas, pueden estar hechas de materiales totalmente distintos, y buenos ejemplos son las oraciones de píos e impíos y los textos citados.
Jesús, hijo de Dios y hombre, "sabe" y "entiende", pero también "sabe" sin "entender" y "entiende" sin "saber"… ¿cómo así, preguntaréis? Más que preguntar hay que dejarnos mover por los textos clásicos, que hacen doler o sentir la cabeza y amenguan nuestras querencias de bestezuelas; y pues "cuando la cabeza duele", arbitra el Quijote, "todos los miembros duelen". Hay revelación cuando sentimos piedad, fe o esperanza sin entender qué nos pasa. ¿Por qué? Porque tales atributos son extensiones de la perfección, porque son divinos, es decir, no pueden recibir mácula humana, no pueden ser pensados.
¿Cómo un pensamiento imperfecto iba a englobar algo perfecto, pregunta San Anselmo? Lo imperfecto, dice Santo Tomás en su "Suma contra los gentiles", cap. XXXIX, destruye al ser, que sólo acepta ser mostrado, mas nunca argumentado. Cervantes y Rojas hablan de amor humano mientras nuestros "místicos" en lengua amorosa hablan de revelaciones; pero todos, todos, evitan manchar con silogismos la idea de Dios. El único capaz de explicar lo divino mediante la razón fue Santo Tomás, que como San Juan de la Cruz comprendía que Dios es "el mesmo principio", entidad sin causalidad, siempre actuante, "apeiron" de esfuerzo invencible.
Resumamos diciendo lo siguiente: hay en las letras españolas el filosofar, el realismo y el cientificismo de Grecia; hay además el culto a las jerarquías, gusto digno de romanos y jurisconsultos antisofisterías; y hay amor hacia la individualidad, amor por la barba, pellejo y mente de cada quién, amor judío. ¡Hay todavía mucho oro en nuestro Siglo de Oro!
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