Una crítica social novelada que, lejos de haber caducado, debe leerse como manual de instrucciones de un presente más distraído en los pronombres que en los verbos. Toca hablar, al fin, de Las Pirañas, ese libro maldito, con múltiples ediciones siempre problemáticas, agotadas o no distribuidas. Esa obra detestada e idolatrada a partes muy desiguales, ya que casi siempre es odiada y, creo, somos pocos los que adoramos este texto fundacional de una nueva generación beat cuarentona, con gomina en el pelo y traje de hipermercado que fracasa en el amor, en los negocios y en la vida. Ese texto exhausto, casi sin puntos y aparte, macizo, bloque barroco, novela picaresca moderna y autodestructiva, relato psicológico de un tiempo y un espacio muy concreto que va de lo pamplonica en los noventa a lo universal. Una lección magistral de literatura. Si no la odiaran tanto no sería tan querida.
El protagonista, Nuestro hombre, Perico de Alejandría, es una conciencia atormentada, alguien que ya no busca sentido en el mundo porque lo ha visto demasiado de cerca y entiende que no hay redención posible. Hablan en el libro él, o su conciencia, o ambos, en forma de omnisciente que lo sabe todo y encima ha estudiado leyes y utiliza legajos y se mantiene sobrio en la espiral desesperada de sustancias en las que él cae y cae y sigue cayendo. La conciencia, esa maldita conciencia, que insulta y maltrata al ser humano en el que habita, y que reconcome, perfora y mata a quien le da alimento y sustento. La conciencia que se mantiene cuerda en un cuerpo alcoholizado y drogado y que puede hacer de un día soleado una eternidad de noches de tormenta.
Es Las Pirañas una huida hacia adelante del hombre que toma una copa al amanecer de un día por semana esperando que alguien se siente cerca para contarle sus historias de borracho que no le interesan a nadie. Ese hombre silencioso que habla consigo mismo. Esa conversación que es también monólogo es, en este caso, un caudal verbal inagotable. La novela es un soliloquio febril, un torrente de pensamientos que avanza sin tregua, arrastrando al lector a la mente de Perico, donde las reflexiones más lúcidas conviven con el resentimiento, la ironía y la desesperación. No hay una narración tradicional con estructura lineal, sino una espiral que gira sobre sí misma, como si el protagonista estuviera atrapado en un bucle de obsesiones y recuerdos que no logra superar. Este ritmo frenético no es solo un recurso estilístico, sino una manifestación del estado psicológico del personaje. Perico, Nuestro hombre, se mueve entre la angustia y la rabia, entre el sarcasmo y la impotencia, proyectando su desencanto sobre todo lo que le rodea. A medida que avanzamos en la lectura, sentimos que su mente es un campo de batalla donde se enfrentan la lucidez extrema y la incapacidad de actuar. Es un hombre atrapado en su propio pensamiento, desgastado por la sociedad, pero también por sí mismo.
Técnicamente hablando la novela es impecable, barroca, retorcida e ingeniosa. Tiene varios momentos sublimes: monólogos dentro de monólogos, descripciones detalladas que van del plano físico al psicológico, y un dominio del tiempo magistral en cuatro capítulos que narran cuatro jornadas. Se lo he dicho al mismísimo Sánchez-Ostiz: es una novela cumbre de un tiempo, y a pesar de los avatares que estos años ha sufrido en sus ediciones y reediciones, he de pensar que es una obra que trascenderá en el tiempo como reflejo de una época y de una forma de escribir, culta y rebuscada, lamentablemente en periodo de extinción.
Más allá de su dificultad técnica, el título de la novela alude directamente a su fondo ácido y desencantado. La novela habla de la voracidad de los personajes que pueblan los bares y eventos bien de una ciudad cualquiera, llámese Pamplona, León o Córdoba: políticos corruptos, escritores vendidos, intelectuales de escaparate, tiburones financieros y aduladores sin escrúpulos. Perico los observa con desprecio, pero también con la amarga certeza de que forman parte de un ecosistema en el que todos, de una manera u otra, acaban participando. No se trata solo de individuos moralmente cuestionables, sino de una estructura social que premia la impostura y el oportunismo. Todo está marcado por la lucha de poder y la supervivencia entre otras pirañas ante las que hay que mantener las formas, pero la mente, ¡ah, la mente!, dejémosla que corra libre y que sea ella la que nos cuente esta historia tan bien como ella lo hace porque no se pone límites y cuenta tal y como piensa. Yo, que soy fanático de los narradores omniscientes y disfruto cada página de esta obra oscura y profunda como si leyese los labios de mis peores enemigos en el momento de su confesión.
Pero lo que hace que Las Pirañas sea más que una simple crítica social es que Sánchez-Ostiz no se conforma con señalar a los depredadores, sino que también expone el desgaste psicológico que este mundo produce en quienes lo habitan. Perico no es un héroe ni un justiciero, sino un hombre que ha sido devorado desde dentro. Su resentimiento es, en parte, la consecuencia de haber comprendido demasiado bien las reglas del juego.
Treinta y tres años después de su primera publicación, Las Pirañas no ha perdido ni un gramo de su fiereza. Su retrato de una sociedad que devora a los suyos sigue siendo tan vigente como entonces, y su exploración de la mente de un hombre al borde del colapso la convierte en una lectura tan perturbadora como necesaria. La prosa de Sánchez-Ostiz no da respiro: es un latigazo constante, un discurso ininterrumpido que golpea sin piedad, no solo al mundo que describe, sino también al lector que se sumerge en él.
Malas Tierras ha rescatado una obra incómoda y feroz, una novela que no busca agradar, sino remover. Nuestro hombre sigue ahí, como un fantasma que, en silencio, no deja de hablar, recordándonos que las pirañas nunca desaparecen: simplemente se adaptan y aprenden a nadar en aguas nuevas.
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