Al cabo de los años, tuve noticia por Alfaguara de la publicación en 2013 del libro Clases de Literatura, Berkeley, 1980, donde Cortázar explicaba estas clases y el sentido de su literatura. Unas ideas de enorme interés donde explicaba ocho sesiones en dicha universidad centradas en los caminos del escritor, el tiempo, la fatalidad…
He querido referir esta anécdota biográfica porque creo que existe una gran influencia de Cortázar en esta obra de Soler. No ya solo por el nombre de la familia en que se centra la historia, Cortázar (todo un guiño de homenaje al argentino), sino por la relevancia estética que Cortázar posee en esta obra de Rafael Soler. No es por casualidad, pues, que la familia que aquí tomará las riendas de la novela se llame Cortázar. En Rafael Soler nada es fortuito, imprevisto o casual. Todo está estudiado y meditado profundamente. No olvidemos que tiene formación matemática, por su condición de ingeniero, y esto se refleja de un modo muy meticuloso en sus escritos y, desde luego, en esta novela. Pocas cosas están al albur de la intuición narrativa.
Entre los muchos principios estéticos en que ambos, Cortázar y Soler, coinciden es en la cercanía del discurso oral y el escrito: la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones, y, por supuesto, el humor. Esa legibilidad de su narrativa nace de su tono oral y confidencial, pero también de ajustarse solo a lo necesario e imprescindible desde el punto de vista de la narración en sí y del uso de los elementos ineludibles para su comprensión narrativa, evitando todo lo superfluo, hasta el punto de que a los lectores poco avezados les puede resultar a veces desconcertante, y quizá podrían andar perdidos al principio de determinadas situaciones hasta que encuentran el hilo conductor a medida que avance la lectura. Y esto sucede porque el elemento estructural de la elipsis es determinante. Lo elidido por innecesario o redundante, que también le permite al escritor un distanciamiento de este mundo y dejar a los actantes que se lo jueguen todo con sus propias cartas, siempre marcadas. Algo muy similar sucedía en Cortázar en Casa tomada, Final de juego, El perseguidor...
Esto forma parte de su técnica narrativa que consiste en construir el puzle de cada escena o situación colocando piezas diferentes en las esquinas del mismo (los llamados desde el punto de vista de la semiótica, episodios, o tramos de la narración dotados de unidad parcial) hasta que el centro del puzle, o sea, el sentido de la narración, se va completando a medida que avanza.
Son pequeñas teselas que acaban concentrando la semántica textual. En muchas ocasiones son actos de habla que enuncian una pragmática lingüística, de modo que la diégesis de la historia se forja por aditamento de elementos significativos y hasta que llegue el final no se habrá construido el sentido último.
Y todo ello se consigue evidentemente a través de la multiplicidad de voces que crean el proceso narrativo, la heterofonía discursiva, y también a través de la heteroglosia, por cuanto las diversas formas textuales y los heterogéneos niveles de lengua que surgen en el mismo, en forma dialógica, de guión, de diario o de cintas, los propios escritos narrativos de Carlos… nos llevan al concepto de Obra abierta de Umberto Eco, y, como resultas, nos conducen constantemente al misterio de la indefinición, como también sucedía en Cortázar, para el que la dispositio o estructura es algo esencial en el decurso narrativo.
Tanto como la intensidad y tensión narrativas, igual de esenciales en la obra de Rafael Soler. Dice Cortázar en Clases de Literatura: “Cada palabra, cada frase ha sido minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo esencial, y al mismo tiempo hay una intensidad de otra naturaleza: está tocando zonas profundas de nuestra psiquis, no solamente nuestra inteligencia sino también nuestro subconsciente, nuestro inconsciente, nuestra libido, todo lo que se da en llamar “subliminal”, los resortes profundos de nuestra personalidad” (Cortázar, 2013: p. 31), que es en donde vuelven a coincidir Cortázar y Soler. De ahí el uso de las oraciones inacabadas, intuidas, los medios sentidos, las interpretaciones contextuales, y los diversos códigos de recepción que nos permiten ser conducidos indirectamente a la semántica textual por los caminos que en cada momento le interesan al narrador y sus personajes interpuestos, incluso la pistola como tal, de la que ahora hablaremos.
No hay nada previsible en su obra. Creo que es uno de sus grandes aciertos. Hay muchas novelas y novelistas cuya narrativa es muy intuitiva, es decir, al leer determinado párrafo los lectores podemos vislumbrar qué vendrá después. En Cortázar y en Soler esto es imposible. Esta imprevisibilidad ha sido un acierto narrativo y el escritor que logra hacerlo tiene mucho adelantado en la técnica narrativa y en el placer del texto narrativo. Podemos decir que el principio de incertidumbre (en el que también se asienta la narrativa de Cortázar) determina esta novela. ¿Cuál es el futuro de los personajes? ¿Qué tipo de relación mantienen entre sí? “¿Cómo boxeadores, cada uno en su rincón del cuadrilátero?” (p. 201)… Los personajes, como esos caballos que salían de la piedra en las escultura de Miguel Ángel en la galería de los Uffizi de Florencia, no se completan hasta el final y ni siquiera eso. Son personajes inconclusos porque así quiere el autor que se manifiesten, nunca definitivos o cerrados como aquellos personajes prototípicos de la novela decimonónica. Y por eso se van construyendo a fuego lento en su indeterminación consciente. Y no decimos que se vayan construyendo palabra a palabra por decir algo, sino porque, en realidad (esto está muy presente en los diálogos), a veces son solo palabras solas, individuales, autónomas, las que hacen avanzar la dispositio y el lector debe intuir lo no dicho. Soler es exigente con el lector y lo anima a que no se salte ninguna línea, porque podría ser que no siguiera adecuadamente el hilo de la narración. Lo que concita evidentemente y articula y explica el uso del lenguaje subliminal, los dobles sentidos y la interpretación semántica.
Por tanto, la historia de la familia Cortázar es el centro de interés de esta fábula, en el sentido aristotélico, pero su construcción no se va haciendo linealmente ni por fases, sino por aditamento o superposición de elementos de sentido o por circunstancias de la propia narración o, simplemente, porque así lo ha decidido soberanamente el escritor, aunque subyazca, para contextualizar, un elemento lineal e histórico, con acontecimientos breves que se indican o se sugieren para que se perciba el avance temporal de los personajes, y así con pinceladas tendremos la muerte de Carrero, el 23-F, Suárez en 1986, el 11-S…
Y siempre, en cada uno de los 31 breves capítulos del libro (yo preferiría llamarlos secuencias, por su cercanía a lo dialógico y cinematográfico, al diario, al guión de cine…) con un diálogo inicial y diversos apartados en donde los narradores se multiplican en primera persona: unas veces el padre, otras el hijo Carlos, la hija, a través de un diario, la madre, a través de las cintas, y una novedad, la pistola, porque también esta se convierte en narradora de la obra (este es el elemento, digamos, fantástico o estetizante que lo acerca de nuevo a Cortázar en este caso). Dirá la pistola ya en la página 34: “Yo iba con mi funda en el maletero, junto a la bolsa donde guardó doña Rosario los pocos juguetes de los críos. El Jefe había escondido mi caja en el pequeño baúl donde viajaban los habitantes de su armario”. Y más adelante, dirá la PISTOLA en off, como personaje en el apartado que lleva por título “Tratamiento de guion para un corto que merezca ese nombre (ocho/diez minutos)” (siguiendo la dispositio del guión cinematográfico): “Aborrezco estar de nuevo aquí, desnuda. Les conozco bien. Te levantan, acarician tu cañón, hacen el amago de disparo, miran tu gatillo como si fuera la entrepierna de una guerra que no conocieron… ¡Mírame! Soy tu compañera, tu amiga, la que te salvó cuando el asalto, cuando caíste al barro, cuando volvía herido al cuartel de madrugada” (p. 180).
Un elemento fundamental que también lo acerca, pues, al gran escritor argentino en la construcción del personaje. Dirá en sus clases de Berkeley Cortázar: “Ahora el personaje se convertía en el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico” (Cortázar, 2013, p. 19).
Lo relevante de esta obra es la historia familiar, por tanto, los personajes que van surgiendo raudos y van construyéndose mansamente. No conocemos sus interioridades hasta el final. E incluso llegando al final nos queda la duda. Ni siquiera ellos mismos acaban de conocerse. De hecho dirá: “Porque todos somos también el personaje que vestimos al salir de casa para no defraudar a los demás, y de personaje en personaje en el camino queda lo que realmente eres y nadie sabe. En nuestra familia cada uno es también su personaje. Construido por esa inercia en la mirada de los otros que tiende a encasillar a sus vecinos” (p. 129). Una “familia de secretitos”. Y así indicará Rosario, más adelante, en su Cinta once. Cara A: “Todos tenemos un armario, y si el mío esconde mis cintas de los desahogos quién soy yo para entrar el en suyo, y menos si esconde una pistola. De la guerra, seguro, este hombre lleva escondiendo su pistola desde que nos casamos, con el peligro que tiene hacer una cosa así” (p. 160).
El armario de cada uno de ellos es el que va a ir apareciendo raudo, fragmentario, como Henry James decía que aparecía el personaje, cuando nos hablaba del concepto de Ficelle, aquellos personajes cuya función principal, como sucede aquí, es servir al desarrollo de la acción novelesca, enlazando a otros, así como situaciones, momentos y lugares.
El Jefe, Aníbal, el padre de familia desde su ausencia familiar, pero también desde su labor de emprendedor de negocios toda vez que deja Castellón y decide aclimatarse en Madrid, animado por su hermano Roberto. Primero con un bar, después con una papelería. Es un personaje que va evolucionando a lo largo de la obra y se nos muestra versátil y huidizo unas veces, infiel a su mujer en otras, fiel a su apodo de El jefe, “que aparece en los relatos de Carlos con nombres diferentes y con historias que no le hacen justicia, porque el Jefe es un buen tipo al que pierde su carácter bronco” (p. 20). De Aníbal se dirá: “El Jefe y sus prontos de mal genio, que poco tarda en aquietarse y ay del que se lleve por delante” (p. 129), acompañado de una pistola que descubre la familia al final y se preguntan qué hace este hombre con una pistola, descubierta por Rosario cuando trata de averiguar si su marido tiene algún escrito que le delate su traición y descubre la pistola: “Buscando no sé qué, deseando no encontrar lo que buscaba, una carta, un pañuelo (…). Y allí estaba su pistola” (p. 160)
Tío Roberto, un personaje misterioso, también de mucho interés, que mueve a la controversia, un jugador “que buscaba a los mirlos en las salas de juego”, personaje que como el Guadiana aparece y desaparece, y ejerce una gran influencia sobre su hermano Aníbal.
Rosario Trenas Machencoses, la mujer de Aníbal, que no quiere decir lo que siente, a través de las cintas, pero dice que “hablar a solas le hace bien”, turbadora en determinados momentos hacia el cuñado, y por eso estrenó la falda “que luego sería su favorita” cuando el cuñado los visitó en Tortosa, y que se oponía a ir a Madrid. Y sobre cuya relación con el cuñado sabremos más adelante lo siguiente: “Reacción de doña Rosario –cuenta la pistola- que tras la segunda y turbadora visita del canalla se prometió acabar con aquel turbión secreto que a poco conducía (…) Las manos de Roberto, que acariciaron su mejilla al despedirse, pero se acabó, Rosario, no seas estúpida” (p. 44).
La hija Isabel, enferma desde los diecinueve (en 1973), con sus depresiones, con una enfermedad nefrológica, da la impresión de que puede ser un trastorno bipolar, “la cándida enamorada del amor” (p. 20), que va construyendo su propio discurso más cercano a lo inconsciente, pero con momentos de lucidez y claridad verbal de gran dureza. Y siempre con la amenaza de considerarse la oveja negra de la familia, afirmando que el preferido es Carlos, a pesar de que su llegada al sanatorio frenopático será un trauma para este: “La memoria es piadosa con los suyos. Pero deja cicatrices, y cicatriz quedó en el corazón de Carlos la entrega de su hermana al sanatorio frenopático” (p. 98). Y, más adelante, definirá a su familia muy irónicamente con leves trazos: “Carlos es escritor dice por una línea con otra. Padre postizo invernal vendía bolígrafos para el uso vete tú a saber, pero vendía para el champú de cada día. Madre postiza del amor hermoso sus labores no sabría decir por vocación” (p. 165). Sobre ella hará Carlos una recreación en las páginas 196-199.
Y el alter ego en determinados momentos del autor, Carlos, profesor de la universidad y aspirante a ser escritor reconocido, y cuyo uso metaliterario está también presente en esta historia. Con su primera novela fallida allá por los años 60, una vez en Madrid. Reconoce Carlos que su estilo narrativo son las “distancias cortas” y define el escritor como alguien que “alimenta siempre sus historias con pequeños momentos de su vida, que luego pasa por el barniz de su imaginación. Historias que son un purgatorio, de calados diferentes según sea el último propósito, que muchas veces desconoce, porque escribir es la mejor terapia, escribir para contarte” (p. 103). Los enfrentamientos con su padre son constantes (este de hecho lo lee en secreto) hasta el punto de que aquel lo llama cobardón y Carlos califica al padre como moscardón: “Ni un recuerdo tengo de sus abrazos, porque ni uno me dio” (p.119).
A estos personajes siguen otros de menor interés o complementarios como Pilar, la novia zaragozana del Jefe, con marido y tres hijos, o Esperanza, la mujer de Carlos, del que se separa finalmente por su infidelidad.
Una familia en continuo proceso de construcción y/o aceptación o destrucción, sobre la que Rosario hará la siguiente síntesis en la Cinta once. Cara A: “Pero nosotros nunca hablamos en clave de amigos. Nunca. Con algún suspiro, sí, de los muy cortos, que salen del pecho como un disparo, ya que hablamos de pistolas como un disparo salen esos suspiros que están pidiendo ayuda, sobre todo los de Aníbal, que suspira mucho más que yo, y cómo le preguntas qué te pasa, cariño, si ni él mismo sabe qué le pasa” (pp. 160-161).
Sobre esta magnífica novela coral se han alabado mucho los elementos formales, su habilidad en la construcción, pero no podemos olvidar que encierra todo un mundo familiar, porque como dirá, “la vida es la suma de muchos pocos que no son lo que parecen” o “es un atropello consentido, aunque cueste aceptar a veces cuanto trae y lleva para mejor desarrollo del guion que nos asignan al nacer” (p. 89), que se presenta con gran dureza en determinados momentos, con afabilidad en otros, con dificultades vivenciales y va avanzando o retrocediendo, dependiendo de las circunstancias vitales, pero siempre con una soberana inteligencia narrativa y originalidad por parte del autor que sabe jugar con las situaciones y el lenguaje, como una forma de mostrarnos a personajes vivos y no estereotipos, personas con sus contradicciones, filias, fobias, y descenso a los infiernos, en permanente ebullición, con sus heridas sin cerrar, sin finalizar nunca sus vidas, dando así a entender la dificultad de penetrar en la propia sique del autor, porque como bien dice en un momento determinado Soler, a veces, ni el mismo personaje es capaz de conocerse. Y la pistola siempre al acecho.
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