Los libros, pues, provienen de los libros, pero el diálogo sería paupérrimo si sólo se redujera a la literatura. En rigor, quienes dialogan entre sí son las artes: se interpelan, se retroalimentan, se interpenetran; se anticipan, se reflejan, se estimulan; se emparentan, se distancian, se concilian; cuerpos cuyo destino es la fusión partiendo desde la diferencia.
Abundan los ejemplos de estas asimilaciones que se desarrollan en el tiempo, basta la somera mención de uno de ellos: en el transcurso del Canto VIII de Odisea, el héroe, gozando de la hospitalidad que le brinda el pueblo feacio y ya convertido en personaje épico de cantos de gesta, escucha conmovido la narración de sus propias hazañas de boca del rapsoda Demódoco; en la Segunda Parte del Quijote, el caballero y su escudero visitan una imprenta de Barcelona y descubren con particular disgusto que allí se está componiendo una segunda parte apócrifa de sus aventuras (el posteriormente conocido como “Quijote de Avellaneda”); a mediados del siglo XVII; Diego Velázquez termina de pintar Las meninas o La familia de Felipe IV: en el lado izquierdo del cuadro se puede observar un lienzo detrás del cual el propio Velázquez está pintando Las meninas. Huelga añadir que ni Homero inspira a Cervantes ni éste incide sobre Velázquez; son tres paradigmas autosuficientes de asimilación que proponen una inquietante mise en abîme.
La turbulencia griega
La contemporaneidad mantiene con el clasicismo una deuda intemporal e invaluable: la exhumación de la cultura griega desde, por lo menos, el mes de diciembre del año 1764, fecha en que se publica la obra maestra de Johann Joachim Winckelmann: Historia del arte en la Antigüedad. Pero tampoco se puede obviar que la tal exhumación supuso irremediablemente un significativo número de imprecisiones o excesos que se cristalizaron en el tiempo hasta adquirir el estatuto, siempre controvertido, de axiomas incuestionables. Uno de estos excesos, acaso el más importante de los que ha legado el clasicismo, es aquel que configura el espíritu de la Magna Grecia como la encarnación del equilibrio, la armonía, el modelo apolíneo triunfando sobre la desmesura dionisíaca. En mayor medida que enriquecer el temperamento griego con fastos de dudosa procedencia, lo empobrece de modo fatal. A desarticular tamaño malentendido se aboca, entre otros objetivos, el imprescindible ensayo Arte, religión y filosofía de los griegos (editorial Columba, Buenos Aires, 1957; 72 páginas), debido al eximio filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, quien desde 1940 hasta su muerte, a los noventa y nueve años, dictó cátedra en diversas casas de altos estudios de la Argentina.
Siguiendo a Gerardus van der Leeuw se pueden distinguir, por lo menos, tres religiones en Grecia: la primitiva, en íntima relación con el culto de Deméter (la Madre Tierra) y de los muertos; la homérico-olímpica, de la que hay muestras más que suficientes a lo largo del desarrollo de Ilíada y Odisea; y la órfico-platónica, con su acentuada escisión entre el mundo corporal y el espiritual. Bien lejos de la pretendida pureza, aquello que se advierte es una palmaria contaminación o, como afirma de modo indiscutible Mondolfo, “una mezcla tal de elementos –que responden a tan diversas tendencias y exigencias- que su reducción dentro del esquema neoclásico de la ‘forma pura y eterna’ resulta más que nunca falsa e inadecuada” (ob. cit., p. 39). Asimismo, la doctrina órfica plantea con suma claridad la existencia de “un pecado” que mancilla el alma humana y cuya expiación no se consuma hasta alcanzar la purificación liberadora en el marco del orphikós bíos (la vida órfica): ¿se puede afirmar, a partir de ello, la existencia de un pueblo que desconoce el concepto de pecado teniendo en cuenta que los principios órficos excedieron con mucho el reducido círculo de la secta que los inspiró? Sin contar, a este respecto, con los cinco diluvios universales de los que informa la tradición griega (algunos de ellos no estrictamente universales, pero que inundaron gran parte de la Tierra conocida por entonces) y que reconocen como motivo la venganza divina de Zeus contra los hombres por rebelarse contra su autoridad.
No hay superstición que no encuentre asiento y acomodo en el turbulento espíritu griego (forzoso es remitirse nuevamente a diversos pasajes de Ilíada y Odisea: agüeros, vuelos de pájaros, dibujos de nubes, oscuros y ambiguos vaticinios y hasta estornudos...). Y Rodolfo Mondolfo subraya con pertinencia las formas monstruosas que para la imaginación griega cobran las visiones infernales que la conciencia del pecado suscita y estimula: la flamígera Quimera, las Harpías, las Gorgonas, el can Cerbero, las Furias, las murenas, la Equidna de las cien cabezas... Las imágenes espantosas del Averno y de los monstruos demoníacos, agrega Mondolfo, también se pueden contemplar en las artes figurativas, y es una iconografía, concluye, que va a derivar en el paisaje apocalíptico del cristianismo, en varios pasajes de la Eneida virgiliana y, por cierto, en las espeluznantes escenas del Infierno dantesco.
Pero también es una iconografía que va a hallar su sitio de privilegio en la plástica y en la jocunda imaginación de un artista perteneciente a la escuela flamenca cuya vida transcurrió entre 1450 y 1516.
La iconografía alucinada
Jeroen van Aken, más conocido como Hieronymus Bosch (apodo que toma del nombre de su ciudad natal: Hertogenbosch), desarrolla un estilo único cuyo acento recae, de modo harto reconocible, en el bestiario fantástico de la escultura gótica. Las imágenes que pueblan las obras más representativas de Bosch tal vez pueden ser definidas bajo la forma del oxymoron: un meditado desvarío, o bien, expresado en otros términos, una pesadilla configurada bajo la férula de la razón; tal es lo que conmueve e interpela al espectador: imágenes nacidas de una matriz alucinatoria pero que, en conjunto, obedecen a una lógica cerrada y despavorida. Aquello que perturba al ojo y, por extensión, al espíritu que contempla estriba en que no se puede negar (o abolir) la realidad de esa iconografía –puesto que está allí, plasmada sobre la tela, de modo irrecusable-, pero se desearía que no existiese ni siquiera en el plano de la entelequia. Lleva razón Moses Israel Finley cuando señala, en El mundo de Odiseo (F. C. E., México, 2a. edición, 1978; p. 172), que el Canto XI, el imborrable descenso del héroe al Hades, es una escena que está colmada “de fantasmas, de sangre oscura y ruidos horripilantes, como un lienzo del Bosco”; otro tanto se podría afirmar del final del Canto XX (vv. 345 y ss.), cuando Palas Atenea transtorna el juicio de los pretendientes al lecho de Penélope: hay pocos pasajes de tal plasticidad en Odisea, oscilando entre el aquelarre y la alucinación.
El ejemplo más socorrido de tales azoramientos es, obviamente, el tríptico –óleo sobre tabla- titulado El jardín de las Delicias, fechado entre 1490 y 1500, y encargado al artista por Engelbrecht II de Nassau o por su sobrino Enrique III, tal como se reseña en la excelente La Guía del Prado (Museo Nacional del Prado, séptima edición, 2019, p. 326). Como se sabe, la tabla de la izquierda recrea el Jardín del Edén; la tabla central ilustra los innúmeros placeres terrenos a los que se abandona la humanidad; y la tabla de la derecha muestra el corolario de tales licencias: el Infierno. Las imágenes de las últimas dos tablas son sobrecogedoras: cuatro ríos que evocan a los que se hallaban en las cercanías del Hades (Aqueronte, Cocito, Flagetonte y Lete), valvas que se abren para cobijar o deglutir a quienes se acerquen, plantas acuáticas que también son peces, pájaros que irrumpen bajo la forma de burbujas polícromas, frutas que devoran en vez de ser consumidas, un abigarrado (y, en consecuencia, imposible de enumerar o describir circunstanciadamente) universo que parece existir en permanente estado de turbadora metamorfosis; la tabla de los castigos infernales no le va en zaga, sino que supera, si tal progresión fuera posible, la tabla central del tríptico: seres empalados, flagelados, colgados de diversos instrumentos, el filo de un cuchillo hendiendo dos orejas sobre el fondo de una ciudad en llamas y en tinieblas... y un largo etcétera nuevamente indescriptible. Aquello que espeluzna y que resulta difícil de concebir –pero que Bosch exige que el espectador conciba: las imágenes, reiteramos, están allí, a la vista de quien sostenga la mirada sobre la tela- es el maridaje de creaturas tan disímiles y de tan diverso rango existencial; aquello que se alza en los cuadros de Bosch es el borramiento paulatino de las fronteras entre los reinos animal, vegetal y mineral: una planta que semeja una piedra navega por un río llevando en su interior a una pareja de seres humanos.
No menos se puede decir de otro tríptico -también óleo sobre tabla- fechado entre 1450 y la muerte del artista, que lleva por título El carro de heno y del cual Felipe II había adquirido dos ejemplares; como en El jardín..., el tema excluyente es el pecado. La tabla de la izquierda ilustra los orígenes del pecado (desde la caída de los ángeles rebeldes hasta la expulsión del Paraíso de la pareja edénica); la tabla central, tal como explica La Guía... (ob. cit., p. 331), alegoriza un dicho popular de origen flamenco: “El mundo es como un carro de heno [el heno simboliza la ambición de bienes terrenales] y cada uno coge lo que puede”: los poderosos logran hacerse del heno con suma facilidad mientras que otros –las masas- mueren en el intento; la última tabla muestra las consecuencias de la falta, de la ambición desmedida. El carro es tirado por seres demoníacos que arrastran a todos al Infierno (la tabla de la derecha), poblado de infelices que son mordidos por bestias salvajes, cabalgan atravesados por una flecha o ascienden penosamente una escalera que se adivina como una analogía del castigo infligido a Sísifo. Todo parece moverse al compás de una música diabólica que no permite ver ni escuchar la plegaria de un ángel que reza vanamente en la parte superior de la tabla central. Aquí también, como no podía ser de otro modo, las yuxtaposiciones, el bestiario, los apareamientos se revelan inconcebibles, pero, por fuerza, han de ser concebidos.
La mesa de disección
Entre 1846 (Montevideo) y 1870 (París) transcurren los veinticuatro años de la breve vida de Isidore Ducasse; célebre por su seudónimo, Conde de Lautréamont, con el que suscribe los seis cantos poéticos titulados Los cantos de Maldoror, publicados en 1869. Una existencia (como la de Pessoa) que parece carecer de biografía: se conocen algunos domicilios en los que vivió, la fecha aproximada de su llegada a París, y el resto se supone o se infiere; una figura lábil, fantasmal, inapresable cuyos rasgos han sido intuidos con mayor penetración no en el marco de un estudio biográfico o de un ensayo académico, sino en el ámbito de la ficción: el cuento “El otro cielo”, de Julio Cortázar, incluido en el volumen Todos los fuegos el fuego (Sudamericana, Buenos Aires, 1966).
Aquello que inobjetablemente queda de Ducasse es su obra, seis cantos poéticos que André Breton definió como “la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas”, dictum que sitúa a Los cantos de Maldoror como la obra precursora de todo el movimiento surrealista, movimiento que, conviene añadir, excede con mucho una estética determinada para elevarse al rango de una cosmovisión. Asimismo, las palabras de Breton también pueden extenderse, mutatis mutandis, a la obra de Hieronymus Bosch: una pintura que parece exceder las posibilidades del ojo humano, su capacidad de percibir y contemplar un universo de carácter alucinatorio. A tal punto inciden Los Cantos... sobre el imaginario surrealista que el escritor uruguayo Fernando Butazzoni ha planteado que la obra de Salvador Dalí es, esencialmente, un plagio de las imágenes debidas a la poesía de Isidore Ducasse. En este caso, como en tantos otros, no parece aconsejable hablar de plagio, sino echar mano de un concepto acuñado por el maestro José Lezama Lima: “impregnación”, otro nombre que alude a la “asimilación” entre las distintas manifestaciones del arte.
No es preciso aguzar el ingenio para advertir los motivos centrales por los que Los cantos... son considerados, de modo casi unánime, como una acabada prefiguración del surrealismo. Maldoror es un arcángel maldito que comete crímenes en los que se pone en evidencia un particular sadismo y perversión, en el contexto de un mundo de multiplicadas metamorfosis donde todo parece estar permitido, y en el cual el adolescente Mervyn es seducido por Maldoror y será inútilmente protegido por un Dios que es ridiculizado como un creador que sólo puede imperar sobre un burdel.
En el Canto Sexto de la obra se lee un símil que fungirá como la piedra de toque por excelencia de todas las vanguardias del siglo XX: “Es bello como la retractilidad de las garras de las aves rapaces, o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior; o mejor, como esa ratonera perpetua, siempre estirada por el animal apresado, que puede cazar sola infinidad de roedores y funciona incluso escondida bajo la paja; y, sobre todo, como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”. La frase de Ducasse comporta dos elementos esenciales que sentarán las bases teóricas del surrealismo: la irrupción del puro azar (“el encuentro fortuito”) y la íntima relación de dos elementos rigurosamente inconexos: un paraguas y una máquina de coser, reunidos en un lugar inesperado e insólito: una mesa de disección: surrealismo en estado puro.
La imagen es, a primera vista, inconcebible, pero forzoso es concebirla: allí está, escrita en el texto y en un tono que se compadece de modo natural con el resto de los cantos. Pero, en cuanto la imagen se concibe, una pregunta posible (y acaso insoslayable) surge en el entendimiento del lector: ¿dónde se puede hallar la confluencia de un paraguas y de una máquina de coser sobre una mesa de disección? Una respuesta probable (entre otras, sin duda) es: en la abigarrada iconografía de Hieronymus Bosch; allí sería del todo verosímil la armónica convivencia de los dos tan dispares elementos sobre una mesa de disección. Con tres siglos de diferencia, las obras de Bosch y Ducasse conforman uno de los tantos fenómenos de involuntaria asimilación entre dos artes: la plástica y la literatura.