Adentrarse en el manuscrito, navegar por su honda poesía supone disfrutar de la emoción que contiene una verdadera obra literaria, especie de joya preciosa que se ha ido labrando con el paso del tiempo, sin prisa, lentamente, con la paciencia de un maestro artesano, como Rosana de Aza, profunda conocedora de la poesía arabigoandaluza, así como de la sefardí, lo que le confiere una elevada sensibilidad que conecta con los textos de Hafsa al-Rakuniyya, Samuel ibn Nagrella, la princesa Wallada, Salomón ibn Gabirol, Qasmūna, Aysha o al-Qurtubiyya o de tantas y tantos escritores de la época áurea del mejor de los al-Ándalus.
El Libro de los papeles perdidos de Tamar de Córdoba es un poemario esencialmente bello, recamado de versos tan nobles y radiantes como estos: “Inventa de verdad un beso …/… sin vencedores ni vencidos”, “Ahora soy la única dueña de las dunas. Ahora no se me resiste un espejismo” o “Puedo leer la voz del agua. / Su corazón no puedo”; una demostración de conocimiento del profundo caudal de la tradición poética andalusí, rebosante de elementos que incitan de continuo a todo lo voluptuoso, una permanente elevación de los sentidos. Pero, y de igual manera, éste es un poemario que hace apuesta por lo clásico (en el sentido de lo perdurable), por la belleza convertida en palabra y por la palabra que se transmuta en belleza, ajena a modas y en la periferia del gusto transitorio o coyuntural, haciéndonos Rosana entrega de una poesía que no se concibe como ornato o complemento, sino como parte indisoluble de la vida, de la existencia.
El texto es una inusitada simbiosis entre tradición y cuidado del lenguaje, desde donde proyectar el mundo interior de la autora, por donde transitan, de igual manera, abisales reflexiones (“Que no te falte sed/ cuando haya agua”), el deslumbramiento por la existencia (“La eternidad no se alcanza con la gloria./ Se escribe con el agua”) o apasionadas relaciones amorosas (“No sé sentir sin ser salvaje”) repletas, incluso, de un cuidado erotismo (“Loca me dicen todos/ cuando me ven bailar de noche la sed de tu deseo”). Y todo ello, desde una diligencia insólita por la palabra exacta que confiere al texto la suave cadencia del agua en las acequias, el aroma de los arrayanes o el ligero canto del mirlo. La mirada de la poeta se eterniza al transfigurar amor y ausencia, vida y muerte, fugacidad e intensidad en pura y verdadera emoción que se traduce en poesía connotativa (muy por encima de la vulgarizada poesía denotativa generada en España en las últimas décadas), profunda, reflexiva, repleta de elaboradas imágenes y de cuidada simbología. Cada verso, cada palabra, es buscada, ajustada y colocada con el mismo esmero que lo hacían los orfebres de Bagdad o los canteros de la hialina Madinat Al-Zahra, bajo la mirada que se concibe en la distancia, bajo la mirada contemplativa de la poeta (“el mundo se origina en las distancias”, escribe Ilse Aichinger, en su poema “Paseo”), en sus pequeñas circunstancias, para “transformar los silencios en pájaros” (como nos ha enseñado Raquel Lanseros) y con ello ofrecer una emotiva lectura poética del transcurso vital, pero de otra manera.
La de Rosana de Aza es una voz que trasciende del instante por el efecto lírico de anulación de la temporalidad. Su palabra se instala en un universo en donde ha logrado detener el fluir del tiempo, confundiendo pasado y presente y transformando la memoria en texto. Mientras releía El Libro de los papeles perdidos de Tamar de Córdoba, escuchaba de fondo la voz de María Callas en su, ya eterna, interpretación de Madame Butterfly: belleza y armonía. La misma belleza y armonía que a lo largo de la historia han encontrado muchas generaciones en el Adagio de Albinoni, La Tempestad de Giorgione, las columnatas romanas de Bernini o el Fausto de Goethe, y que, de seguro, el lector descubrirá en este imprescindible poemario de Rosana de Aza, donde se concita el milagro de quien ha descubierto la belleza, material y espiritual, que todos perseguimos y a la que canta, y añora, en sus sueños transformados en poemas.
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