Resulta muy revelador observar la inversión de tendencias sobre el mapa. Durante el siglo pasado los países de la Europa del norte eran los más receptivos. Hoy son los más reactivos. Siguiendo las políticas de la italiana Giorgia Meloni, la abominable neofascista, hoy ensalzada por el nuevo premier laborista británico, Keir Starmer, la socialdemocracia danesa, junto con Suecia y Noruega, se plantean revocar hasta los permisos de residencia a los refugiados. ¿Y qué decir de Francia, donde la cuestión migratoria ha sido el eje de sus últimas elecciones, deparando al partido de Marine Le Pen un crecimiento exponencial, de 83 a 134 escaños?
Hay otro fantasma detrás de estos fantasmas, y viene por dos sendas. La izquierda culpa a la derecha de un cambio de mentalidad que nace de los propios ciudadanos. Y la derecha los lleva a su terreno, explotando su rédito electoral. ¿Hay delincuencia asociada a los migrantes irregulares? Sí, la hay, y creciente, por más que la ocultemos. ¿Hay integración social y contribución a la riqueza nacional por parte de los inmigrantes? También, y en mucho mayor grado, por más que nadie se atreva a hacer política con ella.
¿Qué hay detrás de tantos silencios? Una clamorosa cadena de fracasos globales. Decenas de años y millones de euros dilapidados en programas de ayuda al desarrollo en los países de origen que no han servido para nada, pues la crisis migratoria, lejos de contenerse, va a más. Sumemos la negligencia en la cuestión de las regulaciones, y una legislación inoperante en cuanto afecta a los sucesos delictivos. Es así como los delitos que comente una minoría los paga la mayoría, inocente, pero irreversiblemente estigmatizada.
A falta de políticas migratorias eficaces, hacemos de la inmigración una cuestión política. Y es lo peor que podría suceder. Como el genio del cuento, ya nadie sabe cómo meter al fantasma del miedo en la botella.
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