A finales de los ’90 Paul Virilio le puso nombre: Dromocracia. Del griego “dromos” -velocidad- y “kratos” -poder-. Un poder omnímodo, donde el “dromos” devora al “demos”, a la misma velocidad que la dromocracia se impone sobre la democracia.
Nació con el mito del progreso y el crecimiento infinito, en tiempos de Marinetti. Hoy la batalla se libra en el terreno de la información. Para Virilio, una bomba comparable a la nuclear, capaz de alterar las nociones de tiempo y espacio. ¿En qué mundo vivimos? En una suerte de espacio-tiempo virtual en el que poder y velocidad son inseparables. De la misma manera que entretenimiento e información resultan permutables.
Retransmisión en directo de guerras como la de Ucrania o Gaza. ¿Cómo las vivimos desde nuestras pantallas? Como un espectáculo mágico que globaliza la administración del miedo. Resultado: el televidente se disocia de su espacio físico y cambia de canal para apartar el pánico. Cien canales, redes sociales, entretenimiento sin fin, todo a la vez y a toda velocidad.
¿Quién nos gobierna realmente? Esa dromocracia invisible pero perfectamente sincronizada. La que nos induce a multiplicar nuestra presencia frente a las pantallas multiplicadas para disociarnos de nosotros mismos. Tanto más escindidos, tanto más controlables. Tanto más acelerados, tanto más superficiales. El vértigo fascina y estremece a partes iguales. Pero su mayor valor para la dromocracia es impagable: impide pensar.
No es casual que Marinetti y su culto a la velocidad coincidieran con la emergencia del fascismo. La vigente dromocracia, la avanzada por Virilio, es más sutil: un totalitarismo blando para esclavos felices.
“Paren el mundo, que yo me bajo”, decían los rebeldes del ’68. El problema es que hoy el mundo se ha convertido en un ciclón imparable. Y nuestro drama, ser conscientes de que nuestra vida no tendría sentido sin él.
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