En Va amaneciendo, Ricardo Martínez-Conde emprende un camino, el de la discordia consigo mismo, con la luna, el mar y la naturaleza. Todo parece condenado a habitar en una sombra: «¿Más allá no hay tiempo? Pero sí/ la sombra; es mejor suponer». Y de ese suponer la duda reina en lo más angosto del camino, porque mira hacia el pasado y a la quietud del tiempo. Ese observar el pasado que ahora nos conduce a la nada, o como nos dice el poeta: «A la sombra como el revés del tiempo». De ahí nace el yo poético más sincero, porque nace de las entrañas y no de la sabiduría: «No lo sé, en verdad/ Sólo sé que mañana es Invierno/ (tal vez hoy, por lo que parecen decir/ el gorrión y la hoja que tirita)/ Aparenta ajena, como casi siempre, esa/ revelación de la realidad que esperamos;/ se resiste a decir el nombre, el lugar:/ su argumento de vida/ No lo sé, en verdad/ No lo sé por mí/ (creo saberlo desde mí).
Como nos dice Alfredo Ovilo en la introducción: «Nadie busque ritmo o rima fáciles, ni la voz de la razón o sombras de realidad (o de vigilia) en estas páginas: caminan por un sueño efímero al que hay que dejarse arrastrar por una atracción que no explican sus palabras, impregnadas de memoria, como si cada una fuera la llave de un secreto que apela a la noche, al origen, a lo humano y sus ceremonias, a lo natural, y también a la nada (que es la soledad).» Una soledad rodeada de naturaleza a través de árboles, pájaros, y mar, sobre todo ese mar y sus olas que, con su movimiento, nos anuncian que son un trasunto del tiempo y la soledad: «Y el mar… Posar el pie desnudo/ en la arena, esperar la ola liberada ya del peso/ de la significación mas guardando,/ como ha de ser, el sentido del mar/ Tal como le ha de suceder–camino hacia la Nada/ al hombre que se aleja.» Ese hombre que se aleja hacia la Nada nos lleva de la vereda donde se dan la mano los dioses perdidos, sean éstos los que sean, porque no hay mayor verdad que la sostenida por la observación de la realidad y su proximidad a la extrañeza o la duda: «El que observa busca un fin», sea éste el que sea. Quizá, por todo ello, la voz poética se pregunta: «¿Qué será mañana?», por mucho que nos sumerjamos en el silencio como forma de habitar el mundo.
«Sería necesario tener un corazón de verdad,
a la altura de las rocas, para decir con propiedad
qué se espera cuando la luz muere y
se extiende el silencio.»