No sólo porque sus victorias, y quizá más sus derrotas, nos emocionaron hasta las lágrimas. Su historia trasciende la del tenis, forma parte de nuestra vida y hasta se podría decir que encierra una lección de filosofía.
Durante veinte largos años la impartieron tres gigantes, cada uno maestro en su estilo. La serena elegancia de Federer, el cálculo de Djokovic, la explosividad de Nadal. Pero en el balear, una reinvención permanente desde aquellos años gitanos, los de las bermudas, la camiseta sin mangas y el pelo azotándole los hombros, hasta los últimos, sus años agónicos.
En dos décadas no dejó de enriquecer su paleta con esos deslizamientos que parecían trazados sobre un lienzo más que sobre la pista, con el atrevimiento del que completa su juego de fondo con subidas fulgurantes a la red, con ese revés en paralelo, demoledor en los momentos críticos. Una tenacidad indomable unida a su gestión del riesgo hasta el infarto. Pura lírica provenzal: ese “sofrement gozós” que define el amor cortés era el que nos mantenía en vilo, pendientes de un match point que podía demorarse hasta el infinito y más allá.
¿Quién es el más grande? No es cuestión de números, sino de emociones. Hubo un tiempo en que parecía obligado decantarse. Federer o Nadal. El juego señorial o la genialidad. La contención o la explosividad. Los tics del español o los tocs del suizo. A fuerza de admirarlos aprendimos que sólo se podía ser de los dos.
El Nadal filósofo a su pesar, lo dijo a su manera: “A veces, cuando ganas, parece que empatas”. Fue poco antes de la despedida de Federer, en 2022, ese día en que el superclase de corazón de hielo no pudo contener el llanto al abrazar a ese rival que ya era su amigo, el del corazón de fuego. Hoy, con la suya, Nadal se va para quedarse. En la historia, en la memoria, en el alma. El gigante de la tierra no dice adiós, sino hasta siempre. Un hasta siempre donde solo cabe la gratitud. Nunca el olvido.
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