También se puede experimentar el horror ante esa visión simultáneamente festiva y apocalíptica que haría las delicias de su alucinado protagonista, Kurtz. La playa, el festín de la carne inmolada en su torrefacción a un despiadado dios sol, la apoteosis de toda vulgaridad. Lo mismo que experimenta Lord Jim en sus navegaciones, con un poco más de estilo, “la melancolía de una existencia entre el cielo y el mar”. O, volviendo a ‘El corazón de las tinieblas”, esa exploración del vacío existencial del hombre tras rebasar todos los límites.
Imaginar que Conrad escribió este libro para denunciar el colonialismo es como deducir que Melville compuso ‘Moby Dick’ para abolir la caza de ballenas. No hay juicio moral en Conrad. “He asistido al misterio de un alma”, sentencia Marlow cuando acaba de conocer a Kurtz. El horror que le envuelve remite a algo más que a su violencia demente. Kurtz habita en el espanto, su selva salvaje no es diferente de la nuestra, la civilizada. Un corazón que sigue latiendo después de muerto.
Hay que leer a Conrad en una playa atestada, entre la marabunta de nativos y foráneos, sus rituales, sus existencias a la deriva. ¿Qué haría Kurtz en la de La Concha? Parece un personaje de Sade, pero es un héroe metafísico. Habría que verlo abriéndose camino en la jungla de cuerpos insolados, al paso del adepto que avanza hacia la diosa en el poema de Parménides.
Lo más estremecedor de leer a Conrad a cien años de distancia es constatar hasta qué extremo hemos naturalizado nuestros cien horrores cotidianos, desde los más grotescos a los más trágicos. A la manera de lo que somos: ciegos habitantes de la nada en un mundo de visibilidad total.
Si lo que no vemos de nosotros mismos es lo que mejor nos define, Kurtz es nuestro profeta.
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