Diagnóstico: esquizofrenia terminal. En 198 R.E.M. cantaba It’s the End of the World as We Know -el fin del mundo tal como lo conocemos-. ¿En qué mundo, entonces, habitamos hoy? La pregunta se puede responder con dos intervenciones del ministro de Exteriores francés, Laurent Fabius, en 2014. En la primera, durante la Conferencia Internacional sobre Turismo, apeló a la grandeur nacional para seguir siendo el país con mayor captación de visitantes y rebasar la cifra de cien millones anuales. Dos meses después, en la Conferencia de París sobre el Cambio Climático, reconoció que sus objetivos de contención quedaban lejos de la realidad.
Una década adelante, el sinsentido refleja meridianamente la esquizofrenia que nos ocupa, y la enloquecida narrativa que la alimenta: doctrina del crecimiento económico sin fin y sin restricciones, a todas las escalas, puro capitalismo salvaje. Y para acallar nuestra mala conciencia, el mantra de la sostenibilidad humana y medioambiental.
Nos pintamos de verde para salir en la foto, pero el color de nuestro negro corazón es el dinero. A nadie se le escapa que el turismo es un negocio millonario del que se lucran unos más que otros. El beneficio final todo lo absuelve: la mutación del ciudadano en el mal salvaje, el país invadido por una horda vociferante, la bestia omnívora, la masa candente. Pero, ¿dónde comienza la masa y acaba el individuo, o viceversa?
En ciudades sobreturistificadas, como la nuestra -me refiero a San Sebastián, desde donde escribo, en plena “Semana Grande-, se expande un sentimiento creciente: turismofobia. Aliado al mantra de la sostenibilidad, resulta imbatible. Ahora bien, ¿podemos preguntar dónde van de vacaciones los que protestan? Pregunta incómoda donde las haya. Nos retrotrae a esa esquizofrenia terminal, también a la migración de los ñus.
Ellos, al menos, migran con un sentido. Queda por demostrar la razón profunda de nuestras migraciones vacacionales, habida cuenta que valen todas, menos la de descansar en paz.
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