David Uclés en La península de las casas vacías presenta a su familia. Una amalgama de vidas y carnes que duermen cerca. Lo primero que sentimos es envidia al ver que los conoce, que le han contado todo lo que la memoria alberga. No solo ellos sino el país entero. David lo sabe todo y lo mete con pincelada fina, como Velázquez se autorretrataba en las meninas. Descubrimos las sombras de la guerra, las nubes de polvo y el cielo rojo-sangre gracias a sus relatos intrafamiliares, a los avisos perdidos en alguna señal de radio y a través de alguna que otra alucinación residente.
“Una vez allí, metidos en el agua hasta las rodillas, llevaron a cabo el rito de la piedra negra para honrar de nuevo a los desaparecidos de la familia. La ceremonia consistía en escribir con tiza sobre una piedra negra de río los nombres de los miembros de la familia fallecidos aquel año. La sujetaban entre todos formando un corro y la dejaban caer al unísono al agua. Si la piedra tardaba en hundirse o incluso flotaba momentáneamente, significaba que los familiares seguían allí, protegiéndolos. Si, por el contrario, la piedra caía con fuerza hasta el fondo de la charca, quería decir que nadie los acompañaba, que estaban solos en el mundo”.
Recurriendo a pequeñas escenas fantásticas que recuerdan los ritos clásicos, la mitología y los saberes campestres es capaz de entrelazar biografía y delirio tejiendo así un multiverso en el que todo parece tan real como un sueño cotidiano. “No leáis este libro como fuente, sino como ficción histórica” comenta el narrador que acompaña y juega con las voces del pasado. Como un sortilegio mágico o un encantamiento el libro te va devorando, te consume y afloran en tí esas ganas de conocimiento por el paso de tus padres. Esas ganas de revisar el árbol genealógico para conocer cada una de las ramas; a poder ser también saber el tipo de hoja, los insectos que crecen en él y los pájaros que viven en sus brazos. Querer saber todo y darse de bruces con una realidad cruda: de quien no preguntaste en su momento, si ya no está, poco sabrás.
“A veces ocurría, en personas muy viejas de pieles finas y transparentes, que unas venas diminutas y morales les nacían del pliegue del brazo izquierdo y se encaminaban, cada día un poco más, hacia el corazón. Sabían que el día que llegaran al pecho, morirían. Celia, que era la que mejor cabeza tenía, tomó una regla, midió las venas e hizo cuentas”.
Gracias a Uclés recuperamos lo que no debemos perder nunca, una historia cruel tan cercana que da un miedo limítrofe. Un amor familiar por la vecindad, por el pueblo y el hogar. Un recuerdo que últimamente se ve borroso: la importancia de un pueblo y el calor que un rebaño puede dar a sus ovejas. Yo me postulo como lobo, aunque manso y feliz de poder volver siempre donde fui criado.
“Ya vengan quinientas guerras yo seguiré sacando mi silla cada noche a echar el ratico con vosotras. ¡Vamos, venga lo que venga!”
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