A estar por sus propias palabras, generalmente expresadas en el registro de la queja y el fastidio, Kafka parece haber transcurrido la mayor parte de su vida en espacios de lo demasiado lleno, saturado de seres humanos, ruidosos hasta el aturdimiento. A tal punto que uno de sus textos más tempranos y menos conocidos, publicado en los números 4-5 de la revista Herderblätter, correspondiente a octubre de 1912, se titula “Barullo”. Comienza diciendo: “Estoy sentado en mi cuarto, en la zona de más ruido de toda la vivienda”. Se nos informa que el padre rasquetea la ceniza de la estufa, su hermana Valli grita, llaman a la puerta de la casa y, como si todo ello fuera poco, se escucha el canto de dos canarios en un cuarto contiguo. Kafka se imagina arrastrándose por el piso en actitud suplicante y rogando silencio a los miembros de su familia (entre los cuales incluye al par de canarios, que se renovaban puntualmente cada vez que fallecían). En carta fechada el once de noviembre de 1912, le explica a su entonces prometida Felice Bauer que decidió publicar el texto en la mencionada revista para “público castigo de mi familia”. De dar crédito a las quejas que se suceden a lo largo de su Diario por el mismo motivo, el presunto castigo no sólo no resultó ejemplificador, sino que ni siquiera fue tenido en cuenta.
Once años después, Kafka escribe uno de los últimos relatos de su vida (junto con “Investigaciones de un perro”): “La construcción”, plasmado entre 1923 y 1924. Por fin, ya no vive con sus padres, sino con su compañera Dora Dymant; ya no hay, aparentemente, canarios a la vista y al oído; ya los gritos de Valli son un recuerdo remoto. Pero el ruido persiste.
El personaje que narra la historia y que construye la obra a la que alude el título es una de esas naturalezas equívocas y, por lo tanto, harto inquietantes que pueblan la ficción kafkiana: ostenta ciertos rasgos y hábitos animales (“la conservación de mi frente, de mi martinete”; “mis zarpas”; “el rumor de alguna bestezuela que inmediatamente reduzco a silencio entre mis dientes”) mitigados por una exquisita vocación especulativa –y, en consecuencia, hondamente humana-. Construye una obra de perfiles laberínticos –una sinuosa sucesión de galerías que rodea a una plaza fuerte- a la espera del “gran ataque”, de la irrupción fatal y sigilosa del enemigo (es claro que las resonancias de este núcleo narrativo se pueden escuchar en El desierto de los tártaros, la justamente célebre novela de Dino Buzzati). Su afán excluyente es la obra, su construcción y contemplación, pero también y sobre todo la ponderación de su más profunda índole: “¿No se subestima la obra durante el momentáneo arrebato de miedo al considerarla solamente como un agujero apto para refugiarse? (…). Pero sucede que en realidad –y a ésta no se le presta atención durante el máximo peligro, y hasta en tiempos de riesgos corrientes es difícil reparar en ella- da mucha protección, pero no la suficiente, porque las preocupaciones no terminan jamás por completo en la obra. Son otras preocupaciones, de más fuste, más ricas en contenido, a menudo muy postergadas, pero probablemente tan roedoras como las que depara la vida en el exterior. Si hubiera realizado la obra tan sólo para asegurar mi vida, por cierto que no me habría engañado, pero la relación entre el enorme trabajo y la seguridad lograda, al menos hasta donde estoy en condiciones de apreciarla y de beneficiarme con ella, no sería muy favorable para mí. Es muy doloroso reconocer esto, pero hay que hacerlo, más aún, en presencia de la entrada que se cierra ahora contra mí, contra su constructor y propietario, en forma casi espasmódica. Es que la obra no es precisamente un agujero de salvación.”
No puede menos que resultar significativo que hacia el final de su vida y por mediación de un relato, Kafka arribe a esta melancólica conclusión, que se sitúa en las antípodas de la esperanzada hipótesis de Borges, para quien la obra salva y justifica. Si la obra no es ni siquiera “un agujero de salvación”, comportan una lógica cerrada los términos que informan el ya célebre pedido a Max Brod: “(…) … todo lo que pueda encontrarse en lo que dejo tras de mí (es decir, en mi biblioteca, en mi armario, en mi escritorio, en casa, en la oficina o en cualquier lugar que sea), todo lo que dejo en materia de cuadernos, manuscritos, cartas, personales o no, etc., etc. …, debe ser quemado sin restricción y sin ser leído.” Pero esta obra que no salva, que jamás puede abolir por completo las preocupaciones, que es, literalmente, uno de los nombres tras los que se enmascara la insuficiencia del quehacer humano proporciona, al menos, una particular concepción del tiempo; el personaje de “La construcción” reconoce: “(…) … siempre en el interior de la obra dispongo de tiempo infinito.” En el libro ya citado, Marc Augé postula: “Contemplar unas ruinas no es hacer un viaje en la historia, sino vivir la experiencia del tiempo, del tiempo puro. (…). El tiempo ‘puro’ es ese tiempo sin historia del que únicamente puede tomar conciencia el individuo y del que puede obtener una fugaz intuición gracias al espectáculo de las ruinas.” En efecto, las ruinas –basta pensar en la Acrópolis o en el Partenón- le transmiten a quien las contempla el abrumador peso de la Historia, un tejido temporal del que el espectador es parte inescindible pero cuya trama lo trasciende hasta el anonadamiento, hasta la plena asunción de su pequeñez. Para Kafka (para el artista), el tiempo infinito –el disfrute del tiempo infinito- se le ofrece en el interior de la obra mientras está construyendo la obra, ese febril proceso creativo que se retroalimenta a medida que mayor es el desgaste, ese placer que se nutren el derroche y que desconoce –como el amor- el más elemental principio de economía. Pero la obra concluida clausura el tiempo infinito y se reinstala en el tiempo real: el tiempo del reconocimiento, el tiempo de la contemplación, el tiempo en el que se verifica la brecha que se abre entre la obra deseada (soñada) y la obra consumada. Y en ese punto de inflexión ya no hay posibilidad para que la conciencia aprehenda el tiempo puro, porque la mirada del artista (de Kafka) no contempla el espectáculo de las ruinas (la fugaz intuición del tiempo puro), sino la acumulación de escombros (la plena certidumbre de la propia insuficiencia). Y entonces Kafka (el artista) ordena quemarlos, porque lo único que se puede hacer con los escombros es deshacerse de ellos.
Si de la obra soñada sólo han quedado escombros, la tarea a la que se debe abocar el constructor es a la paciente reconstrucción. Al constructor kafkiano no le falta voluntad, pero la concentración que demanda el trabajo es alterada por un factor irritante y reiterado: el ruido. En la plaza principal de su laberinto hay un “rumoreo del silencio”, escucha “dondequiera que aplique el oído, en lo alto y junto al suelo, cerca de la entrada o en el interior, en todas partes, en todas el mismo ruido”, se desespera por encontrar “la verdadera causa del ruido”, percibe “un ligero siseo intermitente”, está atento “al menor síntoma de ruido”, “a la primera aparición del ruido”, aprieta “el oído contra la pared”, trata de “establecer nuevas fuentes del ruido”, hay un silbido que “continúa imperturbable en la lejanía”, el ruido siempre parece hacerse “más intenso” y hasta “hace retemblar la tierra”. Por tal razón concluye que “no hay nada más silencioso que el reencuentro con la obra”, pero a Kafka no se le puede escapar que este reencuentro con la obra reconoce los perfiles del trabajo de Sísifo: reencontrarse con la obra supone reconstruirla, reconstruirla impone su finalización (a corto o a largo plazo), ésta derivará en la contemplación de los escombros, salirse de la obra implica arrancarse del tiempo infinito, fuera de la obra sólo hay ruidos. Y así, ad infinitum… (a despecho de que se piense, en el impecable registro camusiano, que en el rostro de Sísifo debe adivinarse una sonrisa, la sonrisa de aquél que está abocado a un quehacer inequívocamente humano).
El barullo, el ruido, el siseo acompañan a la obra kafkiana desde sus comienzos, pero hacia el final se añade un elemento que la sumerge en el dramatismo. Durante su último año de vida, mientras escribe “La construcción”, era común –según el testimonio de Max Brod- que para referirse a la tos que no le daba tregua ni alivio empleara la palabra Tier (“animal”, “bestia”). Es un animal el que asedia al personaje de “La construcción”; Kafka muere el tres de junio de 1924 víctima de tuberculosis, luego de soportar meses de fiebre pulmonar y accesos de tos. Como a su personaje, la bestia (Tier) que socava su vida es ruidosa.
En una treintena de anotaciones fechadas en el año 1920 y agrupadas bajo el común título de “Él”, Kafka advierte que “[él] no se preocupa de sí en absoluto, pero hay alguien desconocido que se preocupa por él, solamente por él. Y esas preocupaciones de ese alguien desconocido, y en especial su constancia, son las que en horas silenciosas le causan terrible jaqueca.” El ruido es intolerable porque impide la fecunda posibilidad del ensimismamiento (no otra cosa es la intuición del tiempo puro); el silencio absoluto no es más tolerable: precipita en la conciencia de Dios (¿quién otro puede ser ese “alguien” desconocido y constante?). Kafka, pues, demanda lo imposible; no es una de las paradojas menores de su obra.
2 - La construcción de la aporía
Si la memoria libresca no nos juega una mala pasada, es Borges el primero en establecer una estrecha contigüidad entre las aporías de Zenón, de Elea, y las ficciones kafkianas. La aporía es, como se sabe, el planteo de un problema lógico sin solución en el plano teórico; vale decir, la minuciosa exposición de un asombro. Zenón, el discípulo más aventajado de Parménides, legó cuatro aporías para la ofuscación o el desasosiego de los siglos venideros, a fin de poner de manifiesto las absurdas consecuencias que se desprenden de suponer la realidad del movimiento; con justicia, la más célebre de ellas es la que tiene como protagonistas a Aquiles y la tortuga. Zenón imagina una carrera entre el velocista más rápido de Grecia –o sea, del mundo- y el animal más lento de la Tierra; Aquiles le otorgará cien metros de ventaja a la tortuga; Aquiles, concluye Zenón, no podrá alcanzar nunca a su moroso adversario. Cuando Aquiles avance un metro, la tortuga ganará un centímetro; cuando Aquiles avance un centímetro, la tortuga ganará un decímetro; cuando Aquiles avance un decímetro, la tortuga ganará un milímetro; y así hasta el infinito o el desconcierto, en tanto que todo segmento contiene un número infinito de puntos, entre dos puntos siempre puede trazarse un segmento, y cualquier segmento contendrá dentro de sí un número infinito de segmentos así como el espacio está compuesto de puntos infinitos. Por lo tanto, todo movimiento, aun el menor arranque inicial, es imposible por el hecho de que presupone la superación de infinitos puntos o segmentos intermedios. La distancia entre Aquiles y la tortuga se va a ir reduciendo, pero nunca desaparecerá por completo.
El perspicaz Erik Lönnrot, el detective de “La muerte y la brújula”, desafía a su adversario Red Scharlach para que la próxima vez se encuentren en “un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective.” El laberinto al que alude Borges en su cuento es el que construye Zenón con la ayuda de Aquiles y la tortuga. De no haber existido Zenón –si se nos permite especular con una conjetura que la Historia refuta sin atenuantes-, Kafka habría terminado por delinear un relato muy semejante a la aporía de Aquiles y la tortuga; no faltan indicios en ese sentido a lo largo de toda su obra.
El cazador Gracchus, muerto hace muchísimos años en algún lugar de la Selva Negra y condenado a errar sin rumbo, siempre está en movimiento, pero cuando despierta, invariablemente, se halla sobre su vieja barca, “desoladamente varada en alguna parte en aguas terrenales”. El caballero de “La partida” alienta un solo afán: “Salir de aquí: ésa es mi meta”; el lector de Kafka sabe que jamás podrá moverse de su sitio. El viajero de “¡Renuncia!” le pregunta a un policía cuál es el camino que debe tomar para llegar a la estación, éste, sofocando la risa, le responde: “Renuncia, renuncia.” Las líneas finales del texto “Abogados” (un relato breve íntimamente ligado a El proceso) resultan paradigmáticas: “Mientras no dejes de subir no tienen término los escalones; bajo tus pies que ascienden, crecen ellos hacia lo alto.” El abuelo que habla en el microrelato “El pueblo más cercano” confiesa no comprender “cómo un joven puede tomar la decisión de ir a caballo hasta el pueblo más cercano, sin temer –y descontando por supuesto la mala suerte- que aun en el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para empezar semejante viaje.” En “Un mensaje imperial”, el emperador, desde su lecho de muerte, le susurra un mensaje a un súbdito y le ordena partir, éste nunca llegará a destino: las cámaras del palacio son infinitas, los patios se revelan innumerables, las escaleras se multiplican.
Pero es El castillo la quintaesencia de la aporía kafkiana: el agrimensor no puede –ni podrá nunca- llegar al castillo porque siempre está en el castillo, cada centímetro de tierra que pisa forma parte integrante del castillo; a lo que, en rigor de verdad, no puede acceder es a una entrevista con los señores del castillo, pero en el castillo está siempre. No menos paradójico y aporético es el capítulo final de El proceso, que opera por inversión de toda lógica previsible: es el propio Joseph K. el que conduce a sus verdugos –sin el menor atisbo de huida o rebelión- para que ejecuten la sentencia final; gesto que, por otra parte, da cuenta de una constante conceptual de la obra kafkiana: la culpa no sólo es constitutiva e indiscutible, sino que resulta connatural al ser.
Para desarticular la cerrada lógica de las aporías –y el consecuente estupor que promueven-, Antístenes comenzó a caminar en círculos alrededor de Zenón para ponerle de manifiesto al eleático que el movimiento es altamente posible; el denuedo de Antístenes no sólo resulta grotesco, sino, más grave aún, patentiza los límites de su entendimiento. Zenón sabe que una justa deportiva entre Aquiles y la tortuga es irrisoria, y que el corredor más rápido supera al más lento, lo que postula es que tal evidencia no se puede comprender ni explicar racionalmente; el movimiento es abstruso y tratar de demostrarlo conduce de modo irremediable al sinsentido, piedra de toque a partir de la cual Zenón se convierte en el primero en modelar los perfiles del héroe del absurdo, el héroe prototípicamente kafkiano.
El universo ficcional de Franz Kafka es cerrado y agobiante; anticipa con estremecedora claridad los horrores de la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración; los mensajes jamás llegan a destino; los encuentros se tornan imposibles; el malentendido es el pan de cada día y la confusión, una segunda naturaleza humana; la culpa es incuestionable y el arrepentimiento, imposible; el murmullo es permanente, y el silencio, intolerable; no se puede entrar ni salir de espacio alguno, y una existencia entera no alcanza para arribar al pueblo más cercano; es necesario construir, pero la obra ni siquiera funciona como pálido remedo de salvación.
Zenón imaginó una serie de aporías para argüir que el movimiento es indemostrable; la imposibilidad que postulan las aporías de Kafka es más radical, más inquietante, más desalentadora: la de vivir.