Para adentrarnos en el texto es inevitable pensar en el título El vigilante en el espejo, pues este invita al lector a plantearse interrogantes serias sobre la novela que está por leer y, también, le produce varias expectativas desde el germen, sí, aquellas preguntas inquietantes en torno a lo inicial: el primer contacto que es el título (asunto al que, al menos yo, le brindo gran importancia).
Y es que… ¿se puede ser vigilante desde de un espejo?, ¿no es, acaso, el espejo, sólo un objeto que produce reflexión especular?, ¿qué tipo de simbolismo esconde aquel espejo voyerista donde, supuestamente, se nos asegura que habita un ser?, ¿observa a los demás aquel ser que habita en el espejo?, o, ¿seremos, nosotros mismos, aquel ser cuando nos contemplamos dentro de él?
Si se toma en cuenta que la estética de la recepción de una obra trata de explorar el otro punto de vista ajeno al texto, entonces, las preguntas anteriormente enunciadas sobre el título de la novela servirían como abreboca para el lector, quien, desde sus facultades (gustos, pasatiempos, lecturas previas, entre otras) podría determinar cuánto le ha impactado la obra y cómo esas preguntas señaladas anteriormente encuentran su respuesta con el pasar de las páginas.
A título personal, y luego de haber leído El vigilante en el espejo, lo único que me queda en deuda, porque la totalidad del texto se me volvió un platillo fuerte y vasto, es el hecho de no saber cuál fue el destino del villano Curtis o si Elfego, el solapado nazi aún no desenmascarado en cuanto a sus intenciones, terminó conquistando a la solitaria Circe antes de ser descubierto plenamente por los agentes Donald (llamado Albert en el guion de Curtis) y Leroy. Sobre esto, aclaro, es mi mera curiosidad de lector.
Si el receptor de esta obra quisiera, también, hurgar en formas estilísticas, que son más que evidentes en esta obra de Guillermo Fernández y que generan una gran acogida entre los lectores, es bueno que considerare que, si por un lado la trama es perspicaz, pues tiene la facultad de atrapar e invitar a la entelequia en su estado más puro; por el otro, es en su retórica donde encontramos gozo.
Definitivamente, la forma de narrar de Fernández es poética y no se queda en el plano de lo denotativo, sino que logra que sus historias adquieran otra tesitura, les da colorido con palabras precisas y las hace trascender, tomar vida. Y aunque la mayoría de veces uno se topa con figuras retóricas pulcrísimas, en otras ocasiones, también se nos enfrenta a la crudeza que trae consigo la realidad y que no requiere de tanto adorno, sino que semeja a un shot de tequila que se sirve en cualquier calle tosca durante la noche.
Este vaivén entre crudeza y beldad, entre seres nobles como Donald Shaw (nombrado Albert en el guion de Curtis) o su madre Hellen, en contraposición con Smith, luego llamado Curtis, y el malagradecido Nolam, quien constantemente abandona a su familia a causa de su propia frustración por considerarse, a sí mismo, un ser incapaz; hacen que el lector permanezca atento y siempre a la expectativa. Por cierto, le he dicho personalmente al autor que de su libro bien podría surgir una buena película.
Tampoco debiera sorprendernos la maestría en el lenguaje que evidencia Fernández pues este es docto, tanto en la narrativa como en la poesía; y también conoce a cabalidad sobre la profundidad en los discursos, el clímax de una historia, la aceleración del texto y el tono.
Con respecto a la decodificación personal sobre esta novela, también llamada hermenéutica, yo, receptor y lector, puedo ubicar la trama en una Nueva York, comprendida entre los años 1940 y 1941 (en plena medianoche del 31 de diciembre de 1940, es decir, vísperas de 1941).
Un hombre llamado Donald Shaw es asediado por su madre quien, no conforme conque su hijo desperdicie sus estudios como un historiador desempleado en ese oficio, lo insta a reclutarse en el FBI y trabajar de agente. Para esas épocas eran constantes las intromisiones nazis y existía cierta paranoia generalizada que incitaba a investigar a cualquier persona que pudiese tener conexión con aquella organización (actrices, hombres de negocios, científicos; entre otros). Gracias a esa proposición conoceremos las figuras de Padre y Niño, quienes fungen cual centinelas de la sociedad estadounidense en todas sus formas, y lo hacen a través del espionaje directo a personalidades. Son ellos quienes, como jefes al mando de este espionaje, reclutan al joven Donald Shaw para que este trabaje junto a Leroy.
Los retrocesos a situaciones no resueltas en la vida de Donald, el protagonista, son constantes: la muerte de su padre y la vez que mató una ardilla al frente de su amor adolescente, Lyla, tienden a mostrársele cual acusadores constantes en el tiempo. Este pasado se vuelve inalterable y lo asedia al grado que le impide el goce placentero en sus relaciones de pareja. Este tipo de situaciones llegaron a justificar el espionaje de Donald a otro personaje más que es, en realidad, insignificante a los intereses del gobierno norteamericano, es decir, Smith, el cual posteriormente se autonombrará Curtis (personaje que había gestado la aterradora broma a Donald).
Ha sido cuidadoso, Fernández, en captar la atención del lector desde algo que pareciera tan simple como la broma de la ardilla antes mencionada y que en el texto adquiere el nombre de “trampa cazabobos”, hasta el momento en que esta misma se vuelve bestial y adquiere dimensiones no pensadas, pues arrastra a nuestro protagonista hasta casi un desplome existencial. Esa broma y el sentimiento de supremacía que despierta en Curtis es capaz de hacer que, luego, este escriba un guion que considera, debe ser llevado al cine a como dé lugar; y por ello, arriesga su rol como mánager de Circe, la actriz de cine.
Es en ese espionaje tedioso y monótono al lado de Leroy que aflora el albedrío de Donald como detective, pues, de pronto, opera según sus propios intereses en contra de Smith. Sin la orden de Padre se inmiscuye en la habitación de Curtis y es justo ahí cuando descubre el manuscrito, La casa de Zachary, guion escrito por el mismo Smith, el cual relata todo lo sucedido en el pasado de la vida del mismo autor y de Donald.
La obra, por su parte, menciona varios hechos que, históricamente, marcaron gran impacto en la humanidad: las secuelas económicas que trajo consigo la Gran Depresión de 1929, la Segunda Guerra Mundial, situada entre 1939 y 1945, y la gestación de lo que sería la bomba atómica. Además, abunda en hipertextos como la Biblia –en la que se dan muchos cuestionamientos a ese supuesto Dios benévolo–, algunos versos de W.B. Yeats, el New York Times, la mitología griega, y el Bhagavad Gita; entre otros.
¿Y qué hay sobre la metaficción en esta obra de Fernández? Pues bien, encontramos varios de estos cuestionamientos sobre la realidad o la ficcionalidad de la vida misma a lo largo de esta novela. Lo anterior brota de la boca de Donald Shaw, quien también funge como el narrador de nuestra trama (historia primaria), el cual es llamado Albert en el guion de Curtis (historia paralela a la presentada por nuestro narrador).
Al saberse observado por Smith y leerse, a sí mismo, como un personaje más del guion que actúa sin saberlo, piensa y se desenvuelve en ese otro texto, Donald llega a dudar sobre la dimensión de lo que acontece a su alrededor.
El personaje principal de Fernández solo resulta ser, dentro del guion de Smith, un papel destinado para un actor cualquiera. Pero, por otro lado, pareciera que Donald le otorga a la pluma de Smith/Curtis cierta capacidad de modificar las circunstancias o, al menos, en algún momento se lo plantea.
Nuestro relato finaliza cuando Donald siente decepción a causa de que, al buscar a Lyla, quien ya entrada en años es encargada de una tienda departamental; se percata de que en aquel comercio se venden gorros hechos con pieles de ardilla. Hasta ese instante, nuestro protagonista logró deshacerse de la idealización que había proyectado en aquella Lyla joven, casi sacra, casi inmaculada.
Paso seguido, Donald toma un taxi hacia el hotel de Valdus mientras lo aguarda Theresa, única mujer que, se piensa, lo había redimido del conjuro que portaba la mirada acusadora de Lyla después de haber dado muerte a la ardilla (a modo de una medusa de tiempos más actuales); pero antes le entrega a Valdus otro gorro que había adquirido en la tienda departamental y le dice que se lo entregue a Curtis, pues él entenderá.
Entonces, de manera singular, Albert, también llamado Donald, le ha dado el poder de su vida y del guion a Curtis cual si fuese un constructor más de lo vivido y como si este, al escribir en su máquina Underewood, pudiese modificar, también, su futuro. Como lector me emocioné al escudriñar esa posibilidad.
Desde ya esperamos más sorpresas venidas de la pluma de Guillermo Fernández y, además, confiamos en que los redactores de los guiones para películas ticas se acerquen, humildemente, a frecuentar la calidad de nuestros escritores; a ver si acaso también logran sorprendernos al igual que este texto de Fernández.
Guillermo Fernández Álvarez. Nació el 14 de diciembre de 1962. Principalmente, es escritor de poesía, cuento y novela. Además, es comentarista de temas culturales para periódicos y ediciones privadas. Premio Joven Creación, Editorial Costa Rica (1982), LIX Premio Juegos Florales de Guatemala, (1997), Premio Nacional de Poesía Aquileo J. Echeverría (1997) y en Cuento (2014), Premio Nacional a la Mejor Novela (2019) y Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán (2020). Algunos de sus libros están recomendados por el Ministerio de Cultura.
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