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La piedra de Sísifo en su improbable equilibrio

"El boxeador", de Alfons Cervera

Piel de Zapa, 2024. 147 páginas
miércoles 17 de julio de 2024, 22:45h
El boxeador
El boxeador

Esta novela se construye con fragmentos de memoria que se dirigen a un todo, a una completa totalidad de la memoria, a pesar de su improbable consecución; son fragmentos, retazos de voces narradoras, ni siquiera el autor sabe cuántas («no sé cuántas voces están contando esta historia» pág. 121), retales de sucesos narrados o recordados, como los que componen y recomponen un viejo cobertor, porque, al final, todas la historias son la Historia y todas las voces son la Voz y porque, tal vez, no haya otra forma de hacer lo que Alfons Cervera pretende hacer, conducirnos, desde la distancia y la perspectiva adecuadas a la final contemplación del gran y desolador mosaico de nuestra historia colectiva fundada, por lo general, en la violencia vengativa y aniquiladora de los vencedores y en el silencio y humillación de los vencidos (un miedo cerval que hunde sus raíces en un pasado del que todavía hay testigos y que, aún hoy, los herederos de los asesinos pretenden perpetuar).

Una tarea titánica, la que se ha autoimpuesto el propio Alfons Cervera, a lo largo de toda su obra, idéntica a la que se impone a sí mismo Román, el personaje y voz narradora dominante de este nuevo eslabón de la cadena del recuerdo que es El boxeador, en un país/pueblo –España/Los Yesares– cimentado, como hemos dicho, en el olvido y el silencio… Porque «nadie se acuerda de nada, ni en los Yesares ni en ningún sitio…» (pág. 85) Y, por supuesto, en el miedo, «siempre el maldito miedo» (pág. 97).

Sin embargo, a pesar del inminente y previsible fracaso, hay que intentarlo, como los guerrilleros de los montes, a la desesperada, o con la rabia desatada de Piteras, porque, si los regresos son imposibles, el esfuerzo de la memoria, no… Aunque las huellas que dejan los años sean como el levísimo rastro «que dejan las liebres en el monte» (p. 13).

A pesar de que la derrota no ennoblezca a quien la sufre, sino que tan solo provoque un «cansancio infinito» y un oscuro vacío en el derrotado, hay que volver a «los días del frío», como el protagonista de la historia de esta novela, o como el autor hace, una y otra vez, con su entera obra; a pesar de que el imposible regreso –salvo con la memoria herida por ese vacío y ese cansancio– sea a un tiempo ido ya para siempre (aun presente), a una realidad desaparecida ya para siempre (aun presente), rememorado, uno, y rememorada, otra, con insistencia heroica, porque alguien debe recordar y no olvidar, debe ser ese testigo de quien depende que no se olvide tanta infamia, tantas vidas robadas, tanta muerte, tanto silencio, tanto destierro y tantos exilios de retornos imposibles; y Alfons Cervera decidió, desde el principio, mantener y transmitir, en la novelística española de los últimos decenios, esa memoria, convertido en uno de esos testigos imprescindibles.

Si «somos lo que los demás recuerden de nosotros» (p. 52), una buena parte de lo mejor de las gentes de este país: los vencidos, los asesinados, los desterrados y exiliados, no eran nada, por eso Román/Alfons y Sunta deciden dar testimonio, escribirlo, recordar, regresar, a pesar de la imposibilidad y, acaso, de la inutilidad de su gesto, como inútil era dar puñetazos a un saco de harina colgado de la rama de un algarrobo pensando que figuraba la cabeza de uno de los verdugos nocturnos del cuartelillo.

Y todo este mosaico de voces y acontecimientos se nos ofrece tejido con los aires y técnicas de un primoroso estilo que nos recuerda la conmovedora prosa de los mejores autores del realismo crítico de los cincuenta y de los sesenta –tanto de los de dentro, como de los de fuera–, y no porque Alfons Cervera no sepa hacerlo de otro modo, sino porque Román y Sunta, las voces principales que nos recuperan ese tiempo infausto, que claman por una memoria no prostituida del mismo –pero también, acaso, el mismo autor, Alfons Cervera, tomado como una totalidad diacrónica, la totalidad, se entiende, de toda su obra, que es esta, y del mundo completo levantado con ella, que es este, a lo largo de los últimos treinta y tantos años–, no podrían hacerlo de otro modo, nos resultaría una impostura inaceptable que esas voces que surgen del pasado nos hablarán de otra forma. El estilo, o aquello que conocemos por estilo, en este caso, también es memoria y ‘tonos’ y ‘voces’ literarias recuperadas del pasado, porque «el pasado nunca acaba de pasar del todo» (pág. 122).

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