Podríamos detenernos en muchos fotogramas de esta película. Se trata de la larga historia de la inteligencia contra la tiranía y el miedo, de la ciencia contra la superstición y el atavismo. Pero cuidado, porque a veces se intercambian los papeles: la razón se vuelve estúpida, la reacción inteligente. Ese es el caso –fascinante, por lo demás- de la reacción alemana contra la Ilustración francesa; con Hamann (admirable) y Herder (deplorable, por muchos conceptos) a la cabeza. Si bien fueron los fascistas italianos y los nazis, herederos renegados del Iluminismo -según Adorno y Horkheimer-, quienes convirtieron el irracionalismo en doctrina y en programa, apoyándose en sus propios intelectuales y artistas: Marinetti, D’Annuncio, Rosenberg… Nietzsche. Por supuesto: Nietzsche; por mucho que se empeñara en bañarlo en caramelo, para hacerlo más chupeteable, el cantamañanas de Foucault. Un lector imparcial y atento de la adamantina “Genealogía de la moral” (el que se detiene en el parágrafo 11 de la 2ª parte: “Ofender, expoliar, aniquilar, no son cosas injustas por naturaleza, ya que la vida…”) entenderá pronto que Hitler y Himmler la interpretaron perfectamente.
Pero dejando atrás la historia y viniendo al presente, hay algo muy nuevo que confiere a la tragedia de otros tiempos el aire de la farsa. Ahora es la propia izquierda la que está destruyendo la cultura, despejando y desbrozando así el camino a los ultras del extremo opuesto. En el siglo pasado, la cultura de masas, el cine y la literatura comerciales…, productos y subproductos de un capitalismo rampante, encontraban su contrapeso en un arte de calidad –obra de creadores mayoritaria, pero no exclusivamente, de izquierdas- sustentado por incuestionables principios meritocráticos, pese a las presiones políticas ya existentes. Se podía penalizar a colaboracionistas como Céline o Borges -por ejemplo, privándolos del Nobel-, pero no anularlos o preterirlos del todo. A veces, los dos mundos –el de la cultura elevada y la popular- se mezclaban en fructífera promiscuidad: la música de The Beatles, el cine de Hitchcock, el Jazz… Lo que ocurre ahora es que la izquierda, con la censura ideológica, el favoritismo y el sectarismo (esto último muy patente en España), está destruyendo cualquier forma de arte que pudiera oponerse a la vulgaridad creciente de los productos comerciales, alentar la inteligencia o favorecer el espíritu crítico. Soy consciente, claro, de la perfecta inutilidad de esta denuncia. Escribo inspirado por el viejo lema estoico (nec spe, nec metu), compartiendo melancolías con algún otro forajido, como ese renegado sin resignación llamado Alberto Olmos, que lleva años levantando los picos de las alfombras para descubrir la porquería.
Me he pasado la promoción de mi último libro aventando que soy beneficiario de un malentendido. Yo quería hacer una literatura inspirada en la más excelsa tradición que conozco: Dostoievski, Kafka, Camus, Sabato, Beckett… Es decir: una literatura compleja, tragicómica y, sobre todo, de implicación moral. Pero como quiera que esto es incompatible con el programa infantiloide y libertario de la estúpida izquierda nacional, lo esperable sería estar ya definitivamente fuera de juego. Sin embargo, he aquí que al rellenar mis novelas con bien de crímenes y de hemoglobina, la gente las ha metido en el mismo saco que las de los charcuteros profesionales. Curioso destino, ufanamente capitalista, para alguien que era de izquierdas cuando eso significaba algo más que hacer acampadas urbanas y tunearse los genitales.
Pérez Reverte (cuya literatura presuntamente “vulgar”, dicho sea de paso, tal vez sobreviva con mejor salud que la de su némesis, Roberto Bolaño, en la panza de esta posteridad irreverente y desinhibida que nos está devorando) dice que todo le da igual, porque “se baja en la próxima”. Yo, que soy más joven, pero seguramente también más taciturno que el cartagenero, y que he entrado definitivamente en ese periodo que llaman los biólogos de “vida redundante”, creo que puedo decir casi lo mismo. Veo a Milei, a Trump, a Marine Le Pen, a Abascal… incluso a la guapa italiana Meloni, frotarse las manos mientras los adalides de la cancelación y del progresismo bucólico-sentimental, mientras las ménades del feminismo descerebrado les están haciendo el trabajo sucio; al mismo tiempo que –solapadamente- los directivos de las tecnológicas y los gurús del transhumanismo promueven una IA sin restricciones, para destruir cuanto antes todo vestigio de genuina creatividad e implantar una dictadura cibernética semejante a la que ya impera en China. Parece lo que es: la tormenta perfecta que acabará por fin con el genio pasado de nuestra gran tradición. Porque eso es exactamente lo que está ocurriendo: los idiotas del progresismo occidental (esos niños probeta ideológicos nacidos de las enjutas gónadas de Foucault) liquidan lo que queda de la cultura de nuestra civilización y abren la puerta a los bárbaros. Pues que vengan. Puede que estos no se parezcan a los de Kaváfis. Tal vez a estas alturas ya deberíamos haber sido exterminados por una forma de vida implacable, sea de inspiración teológica (la Rusia de Putin, los yihadistas) o decididamente atea (esa mencionada superpotencia asiática), pero menos lerda y buenista. En términos de pura naturaleza –tal como la describía Nietzsche- sería lo justo.