Taylor Swift como un personaje surgido de la pluma de otro Swift, Jonathan. Pero aquí, ¿quiénes son los liliputienses? Antes de hablar de nosotros, hablemos de esas voces que hicieron EE.UU. y su universo cultural, que es el nuestro.
Hace cincuenta años nos deslumbraban otros iconos. Los que catalizaban los sueños de una época. Pongamos Bob Dylan o Janis Joplin. Comparemos sus canciones, sus letras, su discurso -porque lo tenían- con el de Taylor Swift. Comparemos aquella juventud despierta y airada con la feliz conflagración de peluches que hoy llena estadios.
‘The Doors’ toma su nombre de un texto visionario de Aldous Huxley, ‘Las puertas de la percepción’. Dylan puntea su ‘Chimes of Freedom’ con poemas de Allen Ginsberg. Sospecho que para un buen porcentaje de la Swifty Generation su mensaje resultará tan inescrutable como los protocolos de los sabios de Sion.
Camile Paglia imputa a la también conocida como ‘Barbie Swift’ un feminismo sin columna vertebral, paradigma de la América Púrpura, entre roja y azul, los colores de los partidos Demócrata y Republicano, cautamente elusiva en cuanto a su definición política, a la manera de Michael Jordan y su mítico axioma: “los republicanos también compran mis zapatillas”.
Un prodigio de la mercadotecnia global. Una banda sonora que cataliza el vértigo de nuestro tiempo y su obscenidad latente: millones de dólares y de seguidores, el culto al éxito mainstream y la comprensión del mundo propia de un chihuahua. Shake it off. Si somos lo que veneramos, estamos en un lugar equidistante entre la afasia cultural y el coma cerebral. Bienvenida sea la inteligencia artificial. ¿Quién la necesita la otra, si de lo que se trata es de seguir comprando?
Les adelanto un titular para 2050: la Academia Sueca concede dos premios Nobel a Taylor Swift, el de Literatura y el de Economía. El de Física -discúlpenme el anatema- dependerá de su cirujano plástico.
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