Desde niña he convivido (por mi cercanía con África) con una escultura sobria, de rasgos tan contundentes como parcos. Igualmente, los componentes más surrealistas de la creación, me han acompañado en un devenir forjado por una atípica familia artística. Por esta razón, al enfrentarme con los trabajos de Lezama, se han despertado en mí dos sentimientos homogéneos: el que vivo como persona individual y el que comparto con el resto de seres humanos. Se trata de sentimientos que nos unen al clan por medio de ese tótem que reconocemos como protector, pero que también nos mueven de forma personal al reconocer en él nuestra historia e intimidad.
Patxi Xabier Lezama traza sus emblemas desde la mitología del País Vasco, pero el tótem es universal y en él nos reconocemos. Sin embargo, y como todo artista de sólidos fundamentos, su obra no sigue un esquema unívoco. Es cierto que, en muchas de sus creaciones, la verticalidad nos empuja a lugares del espíritu. Pero en esa verticalidad lo ancestral figurativo se mezcla con lo también ancestral (no lo hemos inventado nosotros) abstracto. Y, muy especialmente, sus obras destilan ese componente surreal sin el cual la humanidad sería, desde luego, mucho más tediosa. Porque todos y todas hemos tenido sueños, porque todos y todas nos hacemos preguntas ante el enigma. Y desde luego, las esculturas de este artista son continuas apelaciones a la interrogación.
Sin concesiones a lo fácil, viviendo la escultura desde su propia historia, Lezama nos deja imágenes de una fuerte personalidad, porque el aire de familia que pueden tener algunas de las obras se rompe cuando se vive cada una de las obras desde la extrema individualidad de cada ser humano; una individualidad, en este caso, teñida de lo surreal y hermanada con el misterio, pero también con la belleza en algún momento aliada a lo siniestro. En todo ello nos recreamos ante una pregunta final sin respuestas unívocas.