En el «Jardín del Rey» (Kungsträdgården), en el corazón de Estocolmo, hay este tipo de árboles. Y su floración alcanza su máximo esplendor a finales de marzo. Este hecho marca el principio de la primavera sueca. Cuando aún el viento está fresco, las flores de cerezo han despertado de su letargo invernal. Como si la tierra misma decidiera pincelar el espacio con tonalidades robadas de un paraíso lejano. Cada pétalo es un susurro divino, un poema colgando de las ramas que colorea el aire con sueños y esperanzas. Bajo el cielo sereno de Estocolmo, cuando la brisa mueve suavemente las ramas, se observa la perfecta y efímera forma de la flor de cerezo. Se trata de una alameda en donde varían desde el más pálido de los tonos hasta el más vibrante carmesí. El panorama es una sinfonía visual que toca las fibras más íntimas del corazón. Es entonces, un lugar maravilloso, donde la gente se da cita para contemplar el paisaje angelical. Miles de personas se detienen bajo los árboles, con la vista hacia arriba, para apreciar la floración del «sakura» que dura solamente un par de semanas. Todo el mundo toma fotos, hacen videos y comentan la belleza expuesta ante sus ojos.
En un artículo en el «Diario Sueco» (Svenska Dagbladet), el embajador japonés, Masaki Noke, ha hecho una explicación acerca del «sakura». Y dijo: «En Japón a principios de cada año se especula sobre el sakura. Incluso hay una fórmula matemática, basada en las horas de sol, para calcular su floración que despierta profundos sentimientos. La práctica de contemplar el sakura se llama Hanami. Y es un símbolo cultural que está presente en poemas, en cantos y en películas por más de mil años. La floración es muy corta y por eso mismo tiene un encanto. Y cuando caen las hojas del sakura al suelo, hay sentimientos de melancolía, de tristeza y de separación. Pero al mismo tiempo apreciamos la caída de las hojas».
En la sociedad, de consumo y acumulación de cosas materiales, en la que vivimos; los seres humanos están ocupados en construir su propia burbuja de cristal, que en cualquier momento puede quebrarse. Se olvidan de la fragilidad de la vida. Y cuando llega el momento indicado de partir al más allá, no podrán cargar sus pertenencias en el ataúd. La verdadera felicidad y satisfacción en la vida, provienen de fuentes más profundas y significativas que las posesiones materiales.
Metafóricamente hablando, la efímera existencia de la flor de cerezo, nos recuerda a la fugacidad de la vida. En la brevedad de su floración, encontramos un espejo de nuestro propio existir. Es decir, en determinados intervalos del tiempo han pasado muchas cosas en nuestras vidas. Y hacemos referencia a los momentos más preciados, pero también a los momentos tristes y desgarradores. El amor, que involucra a todos los seres humanos, nace como una gran promesa y, sin embargo, puede desvanecerse, en un abrir y cerrar de ojos. La ruptura de una relación amorosa puede rompernos en pedazos, dejando una sensación de soledad y desolación. La pérdida de un ser querido es, sin duda, uno de los golpes más duros que podemos enfrentar porque deja un vacío irreparable, un eco silencioso en nuestras vidas que nunca se desvanece por completo.
El genocido del pueblo palestino, las enfermedades, la traición, etc. también acarrean un dolor profundo en el alma, un dolor que es difícil describir con palabras y que marca a quienes lo sienten en lo más hondo del corazón. Todos esos compungidos momentos, en el que aparentemente se va la vida, podríamos compararlos con la caída de los pétalos de la flor de cerezo. Por eso, nos bañamos de tristeza, sentimos un nudo en la garganta, las tinieblas se estrellan en nuestros ojos, y surge un sentimiento de tristeza, de soledad y de separación.
No obstante, lo fugaz nos invita a valorar el presente, y a estimar con más amor cada instante de la vida. En la fragilidad reside la belleza, y en la brevedad; la eternidad del recuerdo.