A los varones provectos que he mencionado, en cambio, los conozco muy bien. Ya publicaban cuando yo era un estudiante. Quizá por eso durante un fugaz momento me sentí como un intruso. Fue una impresión ridícula que apenas duró un instante, algo así como si me hubiera colado en una comunión para catar el jamón, igual que hacían los pobres oportunistas en la España del desarrollismo. Hasta que de repente caí en la cuenta de que yo también empiezo a entrar en esa categoría. La de los varones provectos, no la de los catadores de jamón clandestinos. En marzo alcancé el cinco doble, y llevo 17 años publicando libros. Cómo pasa el tiempo. “El tiempo pasa, pero no tanto”, decía Úrsula Iguarán en Cien años de soledad. Y esa frase brindaba una de las claves del libro: la repetición, el tiempo cíclico, la reiteración de los mismos perfiles psicológicos con sutiles variaciones, de las mismas situaciones viciadas, de las ineludibles trampas circulares.
Y este tema, el de la repetición, el de circularidad, el del eterno retorno de lo mismo, me viene asaltando desde diversos flancos hace días y semanas. En realidad, debe de ser una preocupación más o menos constante para mí, porque el hecho es que aparece también en la novela que acabo de publicar. Y no faltan los motivos, si repasamos la actualidad. La guerra de Gaza, las protestas en las universidades de USA (en algún telediario han reproducido a pantalla partida las algaradas actuales y las que se dieron contra la guerra de Vietnam en los 70), el “escándalo” con sordina de Nebulosa (que recuerda al de aquellas otras zorras orgullosas: las Vulpes, en los 80) y así todo. Pero ha muerto mi admirado Paul Auster hace unos días, y eso demuestra que sí, que a pesar de todo, y a pesar de todos, el tiempo pasa. Y pasa de verdad. A veces, después de varias tediosas repeticiones, acelera brutalmente. Eso podría sucedernos, por ejemplo, si estallase una guerra con Rusia.
Hemos visto en casa Doctor en Alaska. La serie completa, a lo largo de un año. Todos los temas que jalonan el desarrollo de la trama, todas esas preocupaciones vienen a ser más o menos las mismas que siguen hoy vigentes. La ecología, la crisis de la pareja y de la familia, el feminismo, el movimiento LGTBI, la alienación laboral y la búsqueda de lo rural como refugio o vía de escape, el relativismo cultural, la perspectiva occidental frente al indigenismo… Todo estaba ya ahí. Occidente gira frenéticamente como un hámster en su rueda. Concretamente, como el hámster que tuvimos en casa cuando mi hijo era pequeño. Esa pobre criatura experimentó un rapto de actividad febril justo antes de morir. ¿Será eso lo que nos está pasando? ¿Es esa la causa de las convulsiones políticas en Estados Unidos y en Europa?
Me ha gustado Civil War. La extensión del populismo en países que considerábamos civilizados (sobre todo en las potencias anglosajonas que nos salvaron de la barbarie el siglo pasado) es una de las pocas novedades que nos ha deparado la historia reciente. Pero es una novedad que también apesta a repetición, igual que la pasada pandemia. Recuerda el extremismo político de los años 20 y 30 del Siglo XX. Repetición, tedio, aburrimiento, el apetito desordenado de la pescadilla por su cola, el redondel que uno traza en el desierto, inconscientemente, y que sólo identifica (como les pasa a Hernández y Fernández en uno de los viejos y hermosos tintines) cuando descubre sus propias huellas en la arena. ¿Hay alguna objetividad en esta percepción, o se debe simplemente a la edad que tengo, a los días y los años que se amontonan en los desvanes corticales? En todo caso, es un viejo tema literario. Lo encontramos en Dins el laberint, de Robbe Grillet, y también en La montaña mágica, de Thomas Mann. Y Machado lo consignó para siempre en unos versos clarividentes y sonoros: “Dice la monotonía del agua clara al caer: / un día es como otro día, hoy es lo mismo que ayer.”
El tiempo como círculo penoso, como rueda del hastío y del aburrimiento burocrático, del tedio social, está en Kafka y en Buñuel, quizá los dos principales demiurgos de mi existencia como narrador. En El ángel exterminador -la película que probablemente inspiró aquellos inaugurales Crímenes triviales-, todo pasa dos veces. Los invitados entran dos veces en la mansión. Los comensales que asisten a la cena se presentan dos veces. Todo se repite, hasta que el asco da lugar a la degeneración, a la caída en el salvajismo primigenio, a la pérdida de todas las represiones culturales, de todas las inhibiciones que prescribe la cortesía. Y hay una dosis considerable de verdad en esa lógica absurda de Buñuel, porque con frecuencia preferimos la catástrofe al sopor, el cataclismo al desgaste lento, a la erosión que la rutina produce en nuestro ánimo, sobre todo a partir de ciertas edades.
Miro a mi alrededor y tengo la sensación de haberlo visto ya todo. Incluso de haber leído todos los libros, como Mallarmé. La conspiración permanente de los mediocres, por ejemplo. Esa conjura de los necios contra los genios que denunció John Kennedy Toole. Una vez, cenando en el hotel Nelva de Murcia, Arrabal me dijo que no debíamos dar pábulo a los mediocres. Se refería, creo recordar, a algún pope de la crítica de aquel entonces. Recuerdo que ese lejano día también hablamos de Unamuno. “¡Ojalá nos quedemos tan solos como él!” Profirió nuestro dramaturgo en algún recodo extraño de aquella conversación. Y al final, parece que lo ha logrado. Hace unos meses se publicó en España Un gozo para siempre y no veo ni una sola reseña en las revistas culturales de referencia. Lo que por cierto importa poco, ya que sólo son de referencia para ellas mismas y sus colaboradores habituales. A nadie le importan hoy las opiniones de los críticos. La gente intenta en vano salir de su aburrimiento en el Circo Máximo de la política, indicio clarísimo de su estupidez. Nada hay más aburrido que la política en tiempos de paz. Al final, sólo se trata de decidir a qué hora pasa el camión de la basura. El 95% de los presupuestos están asignados de antemano, así que es casi irrelevante quién gobierne. Votar opciones populistas revela el afán de los amargados (esa inmensa y nada silenciosa mayoría) por hacerse la ilusión de que podrían cambiar algo.
Y así tenemos lo que tenemos. Una caterva de palurdos intolerantes se amotina y recurre a toda clase de sucias argucias porque es incapaz de aceptar la legitimidad de un gobierno democráticamente elegido. Y el presidente de ese gobierno decide ahorcarse en broma, como el alcalde de Amanece que no es poco, del gran José Luis Cuerda; porque sabe que sus vecinos son tan tontos que le comprarán el sainete. Se trata, en fin, de sugerir al menos la ilusión de un posible cambio, para que todo siga igual; para disfrazar el triste día de la marmota que estamos condenados a soportar. Se trata de esconder la tremenda verdad de que el tiempo terrenal es un estúpido círculo, un triste tiovivo en el que giramos a lomos de caballos esmaltados de cartón rígido, hasta que somos demasiado viejos para recordar por qué o para qué hemos vivido, por qué o para qué estamos dando vueltas en ese carrusel con música de organillo gangoso. Y sin divertirnos tanto como pretendemos hacer creer a nuestros vecinos en Instagram. La mayoría muere esperando a los tártaros –como el protagonista de la novela de Buzzati- o a Godot, como en la obra de Beckett. Unos pocos conservan (conservamos) alguna ultraterrena esperanza de sentido, y le sacamos así algo de jugo a lo cotidiano, y entendemos que eso es en realidad mucho mejor que la catástrofe. Unos pocos sabemos que la marmota es, después de todo, nuestra amiga.
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