Participé en huelgas y ocupaciones de universidades, por mí, por sentirme un ser humano útil, por querer abrir las puertas de la universidad a todo aquel, aquella, que quisiera en ella estudiar, por lo que soñaba que la educación era una puerta de salida para cambiar el mundo.
Defendí la autonomía universitaria, nunca acepté que un militar o policía sitiara el conocimiento, que pusiera el pensamiento bajo estado de sitio, y cuando entraban, sumaba mi pecho y mi espalda a la de otros, otras, para defender nuestro derecho a pensar diferente.
Si una autoridad llamaba a “las fuerzas del orden” a ocupar la universidad pisoteando a las, los estudiantes, desde la cárcel o desde la vereda pedía su renuncia; era el diálogo lo que pedíamos, no el estado de sitio; era que se nos escuchara cuando nuestro grito era el grito de otros.
Lo sucedido en Columbia, y luego en otras universidades en los Estados Unidos, era eso, estudiantes pidiendo vivir en un mundo más humano, estudiantes pidiendo que el odio no engendre odio, llamando a un cese de fuego en Gaza, al respeto de la vida del pueblo palestino, del derecho a la vida del pueblo judío, juntos en una lección de vida y moral, palestinos y judíos, pedían un cese de fuego, el no aceptar dinero manchado de sangre en sus salones de clases, en sus bibliotecas.
Una minoría, en medio de esa noble minoría, se dejó llevar por el odio que justificaba la lluvia de muerte sobre Gaza.
Nada, absolutamente nada justifica la falta de diálogo, la confrontación de ideas y no del miedo, el erigir barreras, otra barrera más entre los estudiantes y el conocimiento.
Nada justifica que un estudiante niegue el derecho al conocimiento a otro estudiante, nada justifica que un profesor niegue el derecho a un estudiante a expresar sus ideas, nada justifica que un estudiante tenga miedo de otro estudiante por pensar, por ser diferente.
Las acciones de esa minoría permiten que las autoridades se oculten, que se justifiquen frente a la opinión pública en vez de liderar, que griten ¡caos!, desgarren vestiduras y llamen a la intervención de esas fuerzas tan lejanas, pero tan lejanas del pensamiento universitario.
No se combate un estado de sitio con otro estado de sitio, se combate con la libertad, con el pensamiento paseando por el hermoso campus de Columbia, por las puertas abiertas, y no controladas por fuerzas policiales.
Nada justifica que una autoridad, incapaz de establecer un diálogo, recurra a violar la autonomía universitaria, vergüenza a ella.
Se acercan las graduaciones, premio al esfuerzo, paso hacia el futuro, pero en universidades ocupadas por la policía, se acercan graduaciones bajo estado de sitio.
¡Qué amargo recuerdo será para los graduados, las graduadas, el pensar que desfilaron cercados, que su primer paso hacia otro mundo será dado cercado por policías!
¡Cuán vergonzoso será para la presidenta de Columbia y presidentes de otras universidades que pidieron la intervención de la policía confesando que no eran capaces de sostener un diálogo y prefirieron la fuerza!
¡Cuánto orgullo habrá en aquellos que levantaron sus voces, no por ellos, por aquellos que mueren bajo las bombas en Gaza, por aquellos cuyo pensamiento no está bajo estado de sitio, está en peligro de muerte!
Graduaciones en las cuales por sobre el estado de sitio se elevará un canto libertario, un canto de amor pidiendo el cese de fuego en Gaza, la existencia de dos Estados, Israel y Palestina, dos estados, dos pueblos, viviendo en paz, en el respeto de uno y otro.
Generosa juventud que levanta su voz por otros, vergonzosa adultez aquella que ofrece el garrote en vez de una mano abierta, de un libro abierto, de un pensamiento abierto y generoso en sus aulas, misión de una universidad.
* Escritor, poeta, dramaturgo y hombre de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Reside en los EE. UU.