Entre la euforia y la tiranía, un título más: ‘La melancolía democrática’. Hay algo de todo eso en lo que evidencia la extemporánea auto-victimación de Sánchez y su recurso al desbordamiento emocional frente la debida rendición de cuentas.
Rasgarse las vestiduras, acusar de blasfemo a cualquiera que cuestionase su poder, era lo propio de los fariseos en tiempos de Cristo. Hoy Bruckner toma como referente un texto de Bertrand Russell que se remonta un siglo atrás. En ‘La virtud de los oprimidos’ alertaba sobre una tendencia emergente: considerar a los oprimidos moralmente superiores. No sólo es objetivamente falsa, también peligrosa, pues si la opresión eleva la condición moral de quien la sufre, el argumento contra la opresión se debilita.
Lo que entonces era un síntoma ha derivado en una fiebre global. La frivolización de la victimación a todas las escalas. “La víctima se ha convertido en el héroe, quizá el único héroe de nuestro tiempo”. No hace falta más. Puesto que cada cual puede encontrar razones para considerarse víctima de algo o de todo -los ricos (o los presidentes) también lloran- igualmente todos y cada uno de nosotros quedamos legitimados para glorificarnos. Un mundo de rebeldes con o sin causa, de lo particular a lo colectivo. Y del victimismo como fenómeno ecuménico -o epidémico- a la masificación de la auto-heroización.
El problema comienza cuando elevamos esa victimación narcisista al ámbito político. Declararse victima emocional, por encima de lo racional, exime a quien así se declara de actuar en orden a los estándares éticos. Una vez sacralizado el estatus de víctima, el que sufre, incluso si su sufrimiento se debe a sus propios errores, cuenta con una ventaja retórica absoluta. ¿Para qué? Para seguir actuando a su soberano criterio, por encima del bien y del mal.
Pobres víctimas reales de los que se declaran víctimas sin serlo, salvo de sí mismos.
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